Sospechosos habituales

. 12/11/08

Es tendencia desde hace algunos años: pretender escuchar un disco, para escribir sobre él, antes de que se ponga a la venta es más difícil que intentar ganarle a Nadal la final de Roland Garros con una raqueta de ping pong.


Me pregunto por qué. Obviamente, la piratería ha desquiciado a la industria. Es decir, la razón por la que a un periodista no le mandan el disco tres o cuatro días antes de que éste llegue a las tiendas es, simplemente, evitar que el producto sea pirateado.

Por si alguien se lo pregunta: ¿qué necesidad tiene un periodista de escuchar el disco con antelación? Muy fácil: las revistas se cierran unos diez días antes de que lleguen a los quiscos. Por tanto, para publicar la crítica de un disco que se publica en diciembre es necesario escucharlo, como muy tarde, a mediados de noviembre.

Se han tomado decisiones salomónicas a este respecto. Al principio, te enviaban un CD-R, sin portada ni letras ni créditos ni nada, con una cosa llamada “marca de agua”. O lo que es lo mismo: una especie de chip con tu nombre grabado que amenazaba con llevarte directamente a los tribunales en caso de que el rastro del delito desembocara en tu humilde y cutre copia. Lo de la marca de agua se avisaba, a modo de velada amenaza: “Te mando un avance, pero es con marca de agua. Ya sabes”.

También se ha intentado usar la tecnología Internet. Se creó un sistema llamado Ritmonet, que te permitía, previo acceso de tu clave y contraseña, escuchar el disco. Naturalmente, sin datos adicionales (créditos, imágenes, letras…). No todas las discográficas se apuntaron al invento, que, por otra parte, requería de un proceso tedioso para ser utilizado. Más adelante, otras compañías han optado por “colgar” en una especie de ftp las canciones de los discos nuevos. Pero esta idea, tan genial como sencilla, queda en agua de borrajas cuando los responsables de alimentar la ftp se cansan de hacerlo al mes.

Opción C: al periodista se le “invita” a visitar las oficinas de la discográfica y escuchar allí el disco, porque, según se le informa, “el CD no puede salir de la compañía”. Lo de Mahoma y la montaña. De modo que el sufrido periodista se traslada a la sede de la discográfica para poder oír el avance. Lo que equivale a perder toda una mañana o una tarde, cosa que antes no pasaba. Una vez allí, es introducido en algún despacho vacío, o tal vez se le sienta a una mesa rodeado de secretarias, para que desempeñe allí su trabajo. Con el consiguiente trasiego de personal que entra, sale y se pregunta quién demonios es ese señor que se ha metido de okupa en sus oficinas. Como poco, una situación incómoda.

Lo más habitual, por consiguiente, es fracasar en el intento. Sencillamente: ni CD original, ni avance con marca de agua, ni descarga desde Internet. Ni siquiera la visita a la compañía. Resulta que a ellos tampoco les ha llegado el disco.

La cuestión es: ¿quién se ha sacado de la manga esa relación causa-efecto? ¿Por qué alguien ha interpretado que enviar un disco a un periodista tiene que ver con que ese CD sea pirateado? Si de algo se puede acusar al crítico es de querer publicar un texto sobre dicho CD, es decir, de poder amplificar su repercusión. De buena fe, lo escuchará una o dos veces, y lo dejará metido en un cajón o encima de la mesa del comedor, y allí se quedará hasta que se llene de telarañas.

Y cuanto peor está la industria de la música, cuando más justificado estaría que el promocionero de turno, raudo y veloz, te llevara el CD a tu casa (junto con una bandeja de pastas), y perdiera el culo para conseguir unas líneas que ayudaran a vender su “producto”, más problemas te ponen. Absolutamente delirante.