Una de las transformaciones más notables que ha provocado mi cambio laboral tiene que ver con los hábitos alimenticios. Antes, en la época de la tele (me gusta lo de "época" porque suena muy lejano), comía en un comedor tipo carcelario, bandeja en mano con primer plato, segundo, bebida y postre, todo a la vez. Solía optar por verdura y carne o pescado a la plancha. Ahora, en esta nueva etapa, he vuelto al "menú del día": grasienta opción mediante la cual, por un precio razonable, puedes meterte entre pecho y espalda enormes platos de la gastronomía española pletóricos de salsas, patatas y guarniciones variadas, todo ello respaldado por pingües raciones de vino y pan. Como resultado obvio, noto un ligero (por ahora) aumento de peso que ni siquiera el spinning está logrando eliminar.
Los bares/restaurantes de menú del día son todo un universo digno de estudio. Basándome en la escueta oferta de la zona, distinguiría entre dos tipos: el bar de albañiles, que se caracteriza por una atmósfera humeante que adquiere texturas sólidas, un adherente aroma a fritanga, una televisión en to' lo alto (por su situación y por su volumen) y una clientela que acude invariablemente ataviada con el mono de trabajo salpicado con manchas de pintura. Por otro lado, estaría el restaurante con pretensiones, donde puedes ir a cenar cualquier día del año si estás dispuesto a pagar 40 euros por barba, que a mediodía tiene la deferencia de preparar una selección de platos a un precio bastante asequible. Aquí la clientela cambia: abundan las corbatas horrorosas, los trajes de Emidio Tucci y los ejemplares manoseados y arrugados (probablemente no leídos) de El País y/o El Mundo.
Pero en el fondo no hay tanta diferencia. Ignoro cómo funciona la compraventa de alimentos en Mercamadrid, pero me causa extrañeza comprobar que, ciertos días, todos los restaurantes coinciden en sus menús con calamares a la romana. El vino de la casa, tan malo que hace que el célebre Don Opas parezca ganador de varias medallas europeas, suele ser el mismo en todos los sitios: en realidad se trata de un vino garrafón (también conocido como peleón), siempre bien refrigeradito (¿por qué?), que viaja incansable de botella en botella. El relleno: una práctica deleznable que cobra sentido cuando hablamos de vinos de mesa sólo digeribles con gaseosa (o por estómagos de hombres de pelo en pecho).
Otro aspecto destacable es el ritmo. Como en una estudiada coreografía, los camareros (orondos especímenes que, sin duda, sólo aparecen por el restaurante en esas horas de trasiego) revolotean por entre las mesas enfrascados en una frenética actividad. No tienen tiempo ni de respirar; lo mismo que el cliente. Te estás sentando cuando ya te vienen para tomarte nota. Increíblemente, acabas de pronunciar la última sílaba del segundo plato cuando te aparece otro camamero y te planta, sin contemplaciones, el primero sobre la mesa. Sudan, resoplan, tropiezan, se giran sobre sí mismos: son marionetas en manos del dueño del local, que exige distribuir las horas de comida (de 1 a 4, digamos) en cuatro turnos irreductibles. Eso se traduce en que ningún comensal puede estar sentado más de media hora, de ahí la extenuante actividad de los camareros.
En el fondo son sitios entrañables, lugares para enfrascarse en apasionadas tertulias o para observar, en silencio, lo que pasa a tu alrededor. Como diría alguien, para mirar la vida pasar.
Pan, vino y postre, 12 euros
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21/3/07