Anoche estuve viendo un extraño y delicioso concierto de Mark Knopfler en una habitación con grandes espejos de marcos dorados en las paredes, donde no había más de 60 personas: media docena de periodistas (todos por encima de los 40), algún actor (Fernando Guillén Cuervo) y, el resto, pijerío joven en su versión más auténtica. La habitación, por razones de espacio, no estaba acondicionada para acoger una actuación musical, aunque ésta fuera ofrecida por cinco caballeros que manipulaban sus instrumentos con serenidad y sabiduría. Hacía mucho calor, y supongo que esa fue una de las razones por las que los camareros de una minúscula barra con forma de óvalo no paraban de desprecintar botellas de Chivas.
A pesar de todo ello, tuve la grata sensación de estar presenciando un momento especial. Knopfler se despachó a gusto con su vena country y, para terminar, se enroscó alrededor de su guitarra para destilar una preciosista versión de 'Brothers in arms'. Había más músicos tocando en el escenario (los otros caballeros que mencioné antes), pero durante esos 5 minutos estaba pasando algo con Knopfler y su guitarra. Había algo íntimo en la manera en que cantaba y tocaba su instrumento. Me alegré de poder apreciarlo.
Mark Knopfler
Paletada de leyenda
Han caído en mis manos unos fragmentos de un panfleto en el que un individuo vomita sus frustradas y provincianas memorias relacionadas con un grupo de los noventa que vuelve a estar de actualidad. En uno de esos fragmentos, el autor arremete de manera gratuita contra los medios que, según se desprende de sus palabras, le estaban arrebatando la exclusividad sobre dicho grupo (ignorando, el pobre, que gracias a eso el grupo se haría más grande y, años después, él podría publicar un libro).
Aunque me duelen los comentarios sobre la revista El Gran Musical, porque yo por entonces trabajaba allí, mucho más me repugnan las lindezas que dedica al añorado Joaquín Luqui, de quien el autor, que admite haber coincidido con él sólo en una cena y un recorrido en taxi, parece conocer todos sus secretos. Pase que le llame "vocero", pero cuando habla de que su discurso era "interesado", me da la impresión de que naufraga entre la pataleta ridícula y el desconocimiento más absoluto. Joaquín Luqui tenía algo muy bueno: era tan extremadamente cariñoso con todo el mundo que, por naturaleza, era incapaz de hablar mal de nadie. Siempre encontraba algo bueno que decir de un artista o un compañero. Eso no es ser interesado: eso es, simplemente, ser buena persona. ¿Interesado? ¿Qué tipo de beneficio podía ambicionar alguien que, en sus tiempos de Canal+, tenía cheques con su sueldo amontonados en administración... porque no iba a recogerlos?
(Por cierto, aunque la revista El Gran Musical le desagradaba mucho, el autor no duda ahora en telefonear a uno de sus antiguos responsables para que saque una reseña de su obra en su medio actual... Patético.)