(Aquí van unos extractos del cuaderno del viaje, por si a alguien le puede ser de utilidad. Del 13 de julio al 2 de agosto.)
Ciudad de México.
Lo primero que hemos conocido de Ciudad de México es el metro. Lo hemos tomado para ir a Xochimilco, un pueblecito que está a unos 20 km de la capital. El metro es tranquilo, excepto por los ruidosos vendedores, algunos de ellos ciegos, que recorren los vagones sin pausa y a gritos. Lo mismo te venden la discografía completa de José Alfredo Jiménez que los grandes éxitos de Timbiriche o el nuevo reglamento de circulación, todo a 10 pesos (unos 0,60 €).
Xochimilco es como una pequeña Venecia rústica. Hemos dado un agradable paseo en barca por sus canales, rodeados de mariachis (30 pesos la canción) y vendedores ambulantes (12 pesos la Corona). (Pasamos de lo primero y sucumbimos a lo segundo.)
Después hemos entrado en un pequeño café, principalmente para ir al baño y preguntar el trayecto al próximo destino. Al fondo, unos chicos que parecían estudiantes estaban rodando una película. Uno de ellos se nos ha acercado para pedirnos, muy forma muy educada, si podíamos actuar como extras. Lo único que debíamos hacer era cambiarnos de mesa y seguir tomando nuestro café frente a la cámara, detrás de los actores. Aceptamos.
Terminamos el día en el animado barrio de Coyuacán, a donde fuimos para visitar la Casa Azul: la que fuera vivienda de Frida Kahlo, convertida hoy en museo. La Casa Azul es un sitio espléndido: una pequeña casa muy coqueta con un amplio y fresco jardín. El museo, atestado y con unas estrictas medidas de seguridad, es bastante incómodo.
Tras comer por la zona unos tacos dimos una vuelta por una plaza muy concurrida, en el corazón de Coyuacán, llena de puestos ambulantes, artistas callejeros y gente paseando tranquilamente.
Al día siguiente nos acercamos temprano a la plaza del Zócalo. A través de los murales de Diego Rivera en la Casa Presidencial repasamos la historia de México. Acto seguido hicimos una visita relámpago a la catedral, en la misma plaza. Lo más llamativo es el Cristo del Veneno, de color negro. Según cuentan, se oscureció después de absorber el veneno con el que habían intentado matar a un cura, cuando éste se inclinó a besar sus pies.
No subimos a las pirámides aztecas de Teotihuacan (foto de abajo) para evitar la previsible sensación de vértigo (y evitar un esfuerzo totalmente innecesario). Las vemos desde abajo. Mucho sol y el cielo de un azul muy intenso. (Sería el primero de los 10 yacimientos arqueológicos que visitaríamos.)
Después de comer fuimos a la Basílica de Guadalupe. Era jornada de peregrinación y había miles de personas que pasan el día tirados en la explanada de la entrada y la dejan llena de basura.
Alrededor de la Ciudad de México, al norte y al oeste, hay millones de chabolas de cemento incrustadas en las colinas. Imagino que es el equivalente a las favelas brasileñas. A sus habitantes los llaman “paracaidistas” (¿quizá porque se “dejan caer” por allí?). La panorámica es bastante impactante.
Puebla. Oaxaca.
Me habría gustado pasar más tiempo en Puebla. Es una ciudad apacible y alegre, con un marcado acento colonial que le asemeja a algunas capitales del sur de España. Las calles del centro tienen mucho encanto. Transmite una imagen de prosperidad.
Tras siete horas de autobús llegamos a Oaxaca (pronúnciese Guajaca). Se parece bastante a Puebla, con sus edificios de estilo colonial pintados de colores vivos. Pero da la impresión de estar abiertamente dirigida al turismo estadounidense. Se ven muchos turistas norteamericanos y las cartas de muchos cafés y restaurantes están en inglés.
Nos hartamos de callejear. Entramos en un montón de tiendas de artesanía (y compramos). Terminamos cenando en un acogedor restaurante regentado por una simpática señora, situado un poco más abajo de la iglesia de Santo Domingo. La cena estaba excelente pero dejamos la mitad: la comida mexicana es tremendamente pesada. Aquí la especialidad es el pollo con mole negro (una pastosa salsa con chocolate).
Vimos mucha policía a la entrada de Oaxaca. Luego supimos que se habían producido unos disturbios a causa de una revuelta de maestros. Incluso estalló una bomba. Pero allí la verdad es que no nos enteramos de nada.
A las afueras se encuentra el yacimiento de Monte Albán. Está situado en lo alto de un monte (como indica su nombre), y cuando llegamos, bastante temprano, el sitio estaba cubierto por una espesa niebla que lo tapaba todo. Pero justo cuando estábamos en lo alto, la niebla empezó a descorrerse como una cortina, dejándonos apreciar unas vistas magníficas de las ruinas. El fabuloso espectáculo (la niebla que se disipa y deja ver la antigua ciudad azteca) dio a toda la visita un toque mágico y misterioso.
Chiapas.
Situado en la región de Chiapas, el Cañón del Sumidero es una impresionante garganta que se eleva a ambos lados del río Grijalva. El corte montañoso alcanza en su punto más alto casi un kilómetro sobre el nivel del río. Surcándolo a bordo de una lancha con capacidad para 25 personas, nos deleitamos con las vistas y la refrescante brisa.
San Cristóbal de Las Casas nos recuerda a Oaxaca por la presencia de muchos turistas norteamericanos (también franceses), a lo que hay que añadir un importante elenco de mochileros y hippies locales. Las calles, muy animadas, están atestadas de tienditas (cafés, restaurantes, tiendas donde venden ámbar) y diminutas vendedoras ambulantes indígenas que son bastante pesadas, por cierto.
A unos 15 km se encuentra San Juan de Chamula, que a pesar de su cercanía a San Cristóbal no tiene nada en común con ésta. Organizada como una pequeña república independiente, tiene dos ayuntamientos: uno del gobierno central y otro dirigido por la casta superior local, a quienes se conoce como los “principales” del pueblo. Aquí se habla otro idioma distinto del español.
Lo más prominente de San Juan de Chamula es su iglesia. Simple y austera por fuera, su interior es bastante impresionante. No tiene bancos ni confesionarios; ni siquiera tiene sacerdote. Aquí no se ofrecen misas. Sus paredes blancas están vacías y el suelo recubierto en su totalidad de ramitas de pino amontonadas desordenadamente. Apiñados en las paredes laterales hay un sinfín de altares dedicados a todos los santos imaginables. En realidad, no son más que viejos arcones de madera acristalados con sencillas imágenes en su interior. La gente acude a pedir ayuda a algún santo en concreto, dependiendo de su necesidad.
La nave central está salpicada de infinidad de velas, la mayoría de ellas sencillamente pegadas al suelo con su cera. Hace mucho calor. La atmósfera es extraña y asfixiante. No hay música, sólo se escuchan los rezos en voz baja de los fieles en su peculiar dialecto, despatarrados en el suelo junto a las velas.
Guatemala.
La primera parada en tierras guatemaltecas fue en casa de una señora que fabrica un licor de frutas de cierta fama en la región. Tiene un sabor parecido al del pacharán. Le compramos una botellita al precio de 20 quetzales (algo menos de 3 €).
Después hicimos una incursión al santuario de un dios pagano a quien llaman San Simón. El “santuario” es una pequeña habitación de una casucha, donde tienen sentado a un maniquí como los de los escaparates vestido con las ropas y memorabilia del tal Simón (quien en vida debió de ser un hombre rico, de estilo de vida errático, que protegía a los lugareños, por lo que estos le estaban muy agradecidos). Delante del muñeco hay docenas de velas que la gente prende para pedirle favores (casi siempre, desgracias para el enemigo). Te cobran por entrar a mirar y por hacer fotos.
Hicimos noche en una maravilla de hotel en el Lago Atitlán, un lago majestuoso flanqueado por tres volcanes (uno de ellos, al fondo en la foto) que a la mañana siguiente recorrimos en lancha.
Antes de llegar a La Antigua paramos en Chichicastenango, un ajetreado pueblo famoso por dos cosas: su iglesia, cargada de un casi insoportable olor a incienso, y el mercado que se desparrama a los pies de su escalinata. Es un mercado que se dedica sobre todo a los textiles, pero también tiene cosas de madera. Compramos unas muñecas guatemaltecas (a una niña por la calle), un portavelas de madera y una flauta un poco absurda.
Aquí se come mucho lo que llaman “lomito de res”: lomo de vaca similar a lo que aquí se conoce como entrecot. Está bueno el lomito, además te lo preparan al carbón y le dan el punto que les pidas.
La Antigua Guatemala (abajo) es otra ciudad colonial. A diferencia de las ciudades coloniales de Máxico, con casas pintadas de alegres colores, La Antigua se parece más a los pueblos de La Mancha: casas encaladas (algunas pintadas de amarillo), de una sola planta, con grandes patios interiores con soportales.
Los nombres de los locales remiten a su origen español: “La Posada de Don Rodrigo”, “La casa del Conde”, “El Real Sitio de Aranjuez”… Visitamos aquí un par de iglesias y un convento, a los que se llega caminando por sus calles empedradas. Luego nos acercamos a la Ciudad Vieja, a unos 5 km, en la falda de uno de los volcanes de la zona, y a San Antonio de Aguas Calientes.
Comimos en “La Posada de Don Rodrigo”, del hotel del mismo nombre. Buena comida aunque cara (6 € la copa de vino). A la salida estaba lloviendo a mares e hicimos tiempo curioseando en unos puestos de libros usados que había bajo los soportales de la Plaza Central. (La noche anterior disfrutamos brevemente de un concierto de reggaetón en esta plaza.)
Tuvimos que levantarnos a las 5 de la mañana para cruzarnos todo el altiplano del país y llegar a la frontera con Honduras para visitar las ruinas de Copán. Sólo estuvimos 24 horas en Honduras. Al día siguiente salimos para Livingston, en pleno Mar Caribe, una ciudad bastante peculiar que, con sus negros, su ritmo de vida perezoso y su ambiente entre hippie y reggae, parece más bien una población de Jamaica.
En Livingstone tomamos unos mojitos en un bar de madera propiedad de una mexicana llamada Carmen. Los mojitos no eran gran cosa, pero la charla con Carmen mereció la pena. Nos contó su novelesca vida: a sus 20 años conoció a un indio y a los tres días se marchó con él a la India para casarse. Tuvo un hijo, y al cabo del tiempo escapó del país con el bebé. Luego ha tenido sucesivos romances siempre con hombres extranjeros. La otra coordenada importante de su vida es que ayudó al FBI a detener a uno de los asesinos más buscados de EEUU, que, huido a Guatemala, había terminado trabajando en su restaurante. Cuando ella lo descubrió, al ver su foto en Internet, organizó para el FBI la operación para detenerlo. (Todo esto lo ha puesto por escrito y quiere publicarlo.)
Flores, a donde fuimos a parar para visitar las ruinas de Tikal, es una pequeña isla con encanto y cierto ambiente nocturno, propiciado por sus numerosos hoteles y albergues para mochileros. Pudimos disfrutar de sus margaritas y su comida en algunas agradables terrazas sobre un lago. Aquí degustamos buenos “camarones” (langostinos) y un pescado del lago denominado “blanco”, delicioso. La comida guatemalteca es decididamente bastante mejor que la mexicana.
Palenque. Campeche. Mérida. Riviera Maya.
Una vez cruzada la frontera mexicana dormimos en Palenque. La ciudad no tiene ningún interés, pero posee a las afueras una de las ruinas mayas más famosas. Aunque el yacimiento es espectacular, las hordas de turistas lo hacen muy agobiante. Me sorprende que permitan la presencia de puestos de souvenirs dentro del recinto. Bastante diferente a las ruinas guatemaltecas, algunas de las cuales estaban totalmente vacías cuando las visitamos.
El camino que lleva a Campeche es una buena carretera, totalmente plana y bastante recta, que discurre paralela al mar (a la altura del Golfo de México). La vista es muy bonita: cuando pasamos cae el atardecer.
La ciudad de Campeche parece colgada en el tiempo. Sus calles y edificios tienen cierto aire colonial de la época de los piratas (que asediaron su estratégico puerto durante décadas). Sus habitantes, los campechanos, tienen fama de ser extremadamente tranquilos (o lentos, según se mire). Si cruzas la calle por cualquier sitio, los conductores detienen sus coches y esperan pacientemente a que pases.
Su plaza principal estaba muy animada. Además de terrazas para comer había mesas desplegadas donde un montón de gente jugaba al bingo. Cenamos camarones y un pescado típico, todo buenísimo. A la mañana siguiente visitamos las ruinas de Uxmal (el yacimiento número 9 del viaje).
De ahí nos trasladamos a Mérida, apenas a 30 km. Mérida es una ciudad grande, la más importante del estado de Yucatán. Sus calles también tienen ese aire desgastado que supongo comparte con otras ciudades del caribe.
Tiene, como todas las ciudades mexicanas, una plaza central (o zócalo), epicentro de su actividad. Nada más llegar nos compramos unos “troles”, también conocidos como “nieves” (granizados de fruta, tan helados que hay que tomarlos con cuchara).
No teníamos hambre para cenar, pero en cambio asistimos a un espectáculo folklórico que organizaban en la plaza central. A las 20:30 en punto cortaron el tráfico en una de las calles de la plaza y la gente corrió a por sillas plegables que había apiladas para coger sitio (nosotros también). Pudimos saber que el ayuntamiento de Mérida ofrece todos los días de la semana diferentes espectáculos en diversos lugares de la ciudad, para disfrute de locales y visitantes.
Una señora nos contó que esta fiesta se llama “la vaquería”, e incluía bailes típicos como la “jarana” o el baile “de las cintas”, así como ocasionales recitados de poemas, algunos humorísticos. Se respiraba alegría. El maestro de ceremonias era un viejecito delgaducho, vestido a la manera típica (pantalón y guayabera blancos, sombrero estilo panameño), que nos hizo reír con su palabrería enrevesada y su constante muletilla “¡Ballet folklórico titularrrrr del Ayuntamiento de Méridaaaaaa!”, que repitió no menos de cien veces.
Chichén Iztá está muy cerca de Mérida. Es el yacimiento mexicano de mayor fama internacional y una de las siete nuevas maravillas del mundo. Como todos los recintos arqueológicos de Yucatán, está masificado e tristemente afeado por incontables puestos de souvenirs. Cuando uno llega a las ruinas número 10 del viaje, no impresionan tanto como las primeras. Por todo esto, declaro que, contrariamente a lo que publiqué aquí hace tiempo, la Alhambra habría merecido más el reconocimiento de "maravilla del mundo" que Chichén Itzá.
Fin de viaje en la Riviera Maya, hotel de los de “todo incluido”. Margaritas desde las diez de la mañana al borde de la piscina. Suculentas comidas en las que puedes pedir botellas de vino, cócteles o lo que te apetezca en cada momento. Lamentablemente, nos quemamos tomando el sol y pasamos la mitad del tiempo recluidos en la habitación con una insolación.
Vacaciones mexicanas
.
16/8/07