Ayer pasó a mejor vida Kevin DuBrow, un cantante de rock cuyo nombre probablemente no dirá nada excepto a los fans del heavy metal: era el cantante de Quiet Riot.
Quiet Riot nunca fue de mis grupos favoritos. Su contribución a la historia se limita a: 1) en algún punto de sus inicios su guitarrista fue Randy Rhoads (más tarde, mano derecha de Ozzy Osbourne... hasta que murió en un extraño accidente que implicó a una avioneta y su autobús de gira), y 2) su fidelísima versión del cervecero "C'mon feel the noize", de los reyes del glam Slade. En cualquier caso, todo aquel que quiera hacerse una buena recopilación de metal de los ochenta cometería un grave error si no contara con ese tema.
Yo recuerdo a Quiet Riot precisamente por Kevin DuBrow. O, mejor dicho, por su misterioso pelo. Me explico: cuando el grupo saltó a la popularidad, Kevin evidenciaba serios problemas capilares. Unas buenas entradas. Sin embargo, con el tiempo, la cabellera del simpático cantante fue ganando en espesura; primero con unos exuberantes rizos y, más tarde, con la banda ya en declive, con una estupenda melena rubia.
Dicho de otro modo: peluca. Sí, los grandes del metal de los ochenta llevaban peluca.
Kevin DuBrow, descanse en paz.
Kevin Dubrow, segundo por la derecha, en su apogeo musical (y declive capilar).
Kevin, años más tarde, con una frondosa melena rizada. Adiós a las entradas.
Kevin, muy bien acompañado y (tal vez por ello) con su fantástica peluca rubia.
Heavy metal con peluca
Magdalena... ¡(casi) Supermodelo 2007!
Estuvo a punto. Magdalena Pérez quedó segunda en el concurso Supermodelo 2007, lo cual confirma el buen ojo para estas cosas de quien escribe estas líneas. Magdalena mantuvo el tipo hasta el final, y aunque no ganó, tiene todo el derecho a sentirse la vencedora moral. Haciendo una analogía apresurada (y nada glamourosa) si esto fuera la primera edición de OT, Noelia, la ganadora de Supermodelo, sería el equivalente de Rosa de España (ganadora de OT 1) y Magdalena sería Bisbal (que, recordemos, no ganó a su paso por la academia... ni falta que le hizo). Aunque tienen pocas cosas en común, espero que le vaya por lo menos igual de bien.
Magdalena: ¡Ha nacido una estrella!
Pega la oreja
Hace unos días se propagó el rumor de que Paulina Rubio iba a sustituir a Amaia Montero como nueva cantante de La Oreja de Van Gogh. De cómo ese bulo creció durante unas horas hasta verse convertido en noticia en telediarios y periódicos pueden hacerse varias lecturas. Yo lo veo como una muestra más de que la música no le importa ni un pimiento a nadie; que no merece ni siquiera el esfuerzo de levantar un teléfono para contrastar una noticia.
Yo me enteré porque en una página web desmentían que Paulina fuese a entrar en La Oreja de Van Gogh. Justo esa noche El Sueco iba a acudir a una entrega de premios donde se anunciaba la presencia de la cantante mexicana. Nos pareció que lo más natural (y al mismo tiempo, lo más fiel a los principios del periodismo) sería intentar preguntarle a ella (por la parte del grupo lo negaban). Paulina no quiso hablar con periodistas, pero El Sueco, en una lección magistral de periodista con recursos, se las arregló para colarse en una zona restringida y sacarle unas frases (y un autógrafo). Un momento memorable que se convertirá, sin duda, en batallita obligada y coña recurrente en próximas tertulias.
A la mañana siguiente, en Informativos Telecinco aseguraban alegremente que Paulina sería la nueva cantante de La Oreja. También algunos diarios e infinidad de páginas de Internet. A nadie se le ocurriría dar como noticia la dimisión de un ministro, por ejemplo, si no está contrastada del todo y no pasa cien mil filtros. Pero ¿algo sobre un grupo musical? Es lo suficientemente importante como para hablar de ello en un telediario pero tan insignificante como para largarlo sin reservas.
Tele de la buena
No es fácil toparse en estos días con un buen programa de televisión. Y cuando digo "bueno" quiero decir bien hecho: bien estructurado, con una buena realización, bien narrado y ameno. A ver, quiero que se me entienda: no "bueno" por su contenido sino por su factura. Después de algunos años trabajando en ese medio, he adquirido el defecto de ver la tele no sólo por su contenido: también por su forma. No puedo evitar fijarme en cómo está iluminada una entrevista, por ejemplo, o pararme a pensar si determinada locución en off está hecha con ritmo o es demasiado larga.
Este domingo vi un espléndido programa de televisión: Página 2, que se emite en La 2. Es un programa de libros, pero no pienses en la típica tertulia coñazo. Tiene estructura de magacín: un presentador (situado en diferentes localizaciones en exteriores) va dando paso a vídeos (reportajes). Aparte de ser muy fresco, está lleno de buenas ideas. Después de haber tenido que lidiar durante años con algunos realizadores ineptos, estoy en disposición de afirmar que este programa tiene un realizador de aúpa.
Una muestra: reportaje sobre el difícil salto al mundo editorial de escritores noveles. Bueno, pues en vez de hacer varias entrevistas en aburridos despachos y escribir luego un off que hilvane el asunto, deciden ambientar la pieza en un edificio en obras. Allí plantan diferentes sets (uno muy bonito, con un sillón y una lampara y, al fondo, una pila de libros) donde realizan las entrevistas. Y en vez de usar voz en off, un grafismo va repasando los temas por puntos, como si fueran los diferentes botones de un ascensor (la ascensión del escritor novato). Chapeau.
Otra muestra: sección Agenda. ¿Voz en off sobre vídeo y una tediosa lista de nombres, fechas y ciudades? ¡Anda ya! En unas imágenes rodadas en la calle, una camarera sale de una tasca y se pone a escribir el "menú del día" en la típica pizarra negra apoyada en el suelo. En el menú, escritas a mano, las citas imprescindibles de la semana. Soberbio.
Recomiendo que lo vean. Entenderán por qué la telebasura es algo más que los programas del corazón: es la tele mal hecha.
Los paseantes
Reconozco que hacía tiempo que no iba a un concierto de estas características: grupo molón, aforo medio, no hay billetes. Quizá por eso me chocó tanto el personal que acudió a ver a Interpol en La Riviera. Al margen del elevado nivel de bellezas femeninas, me llamó la atención el alto número de seres humanos que se dedican durante todo el concierto a pasear, o mejor dicho, a incordiar.
Los paseantes.
Los paseantes son aquellos que pagan una entrada no para ver un concierto: cubata en mano, durante hora y media se dedican a pasear, a recorrer el abarrotado recinto abriéndose paso con los codos entre la apretada muchedumbre. No sé a dónde se dirigen ni de dónde vienen. Sólo percibo sus codos, sus pisotones y el frescor de su cubata derramándose por mi manga. Deambulan a trompicones, aprovechándose de la buena voluntad de los espectadores que acceden a dar un pasito adelante o atrás para facilitar su tránsito. Hay variantes: está el paseante normal, pero también hay especímenes del paseante desmayado, que se derrumba a cada paso sin control, como si las dos caladas al porro le hubiéran dejado sin conocimiento; o el paseante gordo, cuyo paso exige, quizá sin pretenderlo, un doble esfuerzo del prójimo para evitar el atropello. También están las hileras de paseantes: te corres un poco para que pase uno, sin saber que es un grupo de diecisiete. O el paseante aprovechado, que confunde el hueco que le brindas con un espacio para ver el concierto y se te queda plantado delante con todo su pelo grasiento a cinco centímetros de tus narices.
Buah, Interpol mola todo, más si te sabes un par de estribillos y puedes corearlos. Pero cuando llegan los bises, el momento más esperado, el clímax de la actuación, mejor dar la espalda al grupo y estar de cháchara con los colegas.
Buen grupo, mal público.