Reconozco que hacía tiempo que no iba a un concierto de estas características: grupo molón, aforo medio, no hay billetes. Quizá por eso me chocó tanto el personal que acudió a ver a Interpol en La Riviera. Al margen del elevado nivel de bellezas femeninas, me llamó la atención el alto número de seres humanos que se dedican durante todo el concierto a pasear, o mejor dicho, a incordiar.
Los paseantes.
Los paseantes son aquellos que pagan una entrada no para ver un concierto: cubata en mano, durante hora y media se dedican a pasear, a recorrer el abarrotado recinto abriéndose paso con los codos entre la apretada muchedumbre. No sé a dónde se dirigen ni de dónde vienen. Sólo percibo sus codos, sus pisotones y el frescor de su cubata derramándose por mi manga. Deambulan a trompicones, aprovechándose de la buena voluntad de los espectadores que acceden a dar un pasito adelante o atrás para facilitar su tránsito. Hay variantes: está el paseante normal, pero también hay especímenes del paseante desmayado, que se derrumba a cada paso sin control, como si las dos caladas al porro le hubiéran dejado sin conocimiento; o el paseante gordo, cuyo paso exige, quizá sin pretenderlo, un doble esfuerzo del prójimo para evitar el atropello. También están las hileras de paseantes: te corres un poco para que pase uno, sin saber que es un grupo de diecisiete. O el paseante aprovechado, que confunde el hueco que le brindas con un espacio para ver el concierto y se te queda plantado delante con todo su pelo grasiento a cinco centímetros de tus narices.
Buah, Interpol mola todo, más si te sabes un par de estribillos y puedes corearlos. Pero cuando llegan los bises, el momento más esperado, el clímax de la actuación, mejor dar la espalda al grupo y estar de cháchara con los colegas.
Buen grupo, mal público.
Los paseantes
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12/11/07