Me alegró saber de la reaparición del colosal Millán Salcedo (aunque lo había visto no hace mucho como protagonista de la zarzuela Los sobrinos del capitán Grant), y acudí raudo y veloz a ver Yo me subí a un piano verde.
No es humor apto para todos los públicos: sólo pueden disfrutar de él quienes nos partimos la caja con el absurdo. Durante dos horas, el ex Martes y 13 mezcla scketches delirantes sobre situaciones surrealistas con retazos de su biografía. Resulta impagable escuchar las historias de su niñez en Brazatortas (Ciudad Real) y está absolutamente genial en su exposición sobre los collages. No falta su recuerdo a Martes y 13, en forma de un breve vídeo con los mejores momentos (que pone patas arriba el patio de butacas), su interpretación de ese indeleble 'Maricón de España' ("voy a cantarlo aquí porque al fin y al cabo lo he compuesto yo", anuncia) e imitaciones históricas como las de Nati Mistral o Gloria Fuertes.
Pero si hay un terreno en el que Millán es un maestro es en el de los juegos de palabras. Su habilidad para rescatar frases hechas y asignarles otro significado (o ninguno) cambiando sólo algunas letras es única. Entre los actores del humor hay imitadores, cuentachistes, monologuistas, pero no conozco a ninguno que le haga semejante escabechina al idioma como él.
Acompañado de un orondo y efectivo pianista, Millán está divertidísimo, pero a la vez su espectáculo tiene un ligero trasfondo de melancolía. Entre risas, nos habla de su padre, que falleció prematuramente; de su infancia en un internado; de su soledad ("¡pero para qué llamo al timbre de casa si llevo 24 años viviendo solo!", dice en un momento); de nostalgia; de la oscuridad tras el éxito... Y es esa combinación de alegría disparatada y leve patetismo lo que realmente conmueve al espectador.
El maestro del absurdo
Ni cochinillo ni cordero... pero un buen chuletón
Resumen fotográfico de la quedada del domingo 20 en El Pardo, a donde acudimos en busca de cochinillo o cordero y, al no encontrarlo, sucumbimos a unas excelentes carnes de buey y gamo (sin olvidar unos magníficos entrantes: tortilla con salmorejo, pimientos asados, migas y croquetas). Pese a todo, "fenomenal trabajo" de El Sueco, que fue quien dio con el estupendo restaurante (La choza del segoviano). Tras llenar la barriga, largo paseo bajo un previsible calabobos.
Vocablos efímeros
Me divierte y aflige, a partes iguales, comprobar cómo la manera de hablar que los de mi generación creíamos moderna ha quedado demoledoramente obsoleta.
Quienes a finales de los setenta teníamos ya edad para disfrutar de un esbozo de vida social (aunque fuese con compañeros de clase en el patio del colegio), absorbimos rápidamente la jerga juvenil del momento. Se decía que era la jerga "cheli", porque aparentemente estaba inspirada en el vocabulario marginal. Cuando algo nos gustaba, decíamos que "partía con la pana". Si algo nos parecía bien, contestábamos "dabuten" o "dabuti" (según la zona). Empleábamos ya el incombustible "mola", seguido de "mogollón" si es que algo nos complacía apasionadamente. Llamábamos a nuestros semejantes "macho", y si había de por medio algún atisbo de afecto o simpatía les considerábamos nuestros "troncos". Y a una persona divertida, "cachondo mental". Quienes vagaban por las calles sin mostrar interés por estudiar o por cualquier otra cosa, eran unos "pasotas" (en muchos casos, dada la época, era antecesor de "yonquis", vocablo anglosajón que aún no había calado por estos lares).
En los años posteriores esta forma de hablar se renovó, sin duda. Enseguida incorporamos un nuevo léxico: "guay", "una pasada", "flipas" (más tarde ampliado a "lo flipas")...
No es el objeto de esta entrada caer en el menosprecio de la jerga de los chavales de hoy (aunque se hace duro intentar pronunciar en público "mola mazo"). Simplemente es una reflexión acerca de cómo lo que una vez consideramos moderno ahora es trasnochado. Es cierto que todavía se escucha "mola mogollón" y "tronco", pero a ver quién es el guapo que cuela en una conversación "parte con la pana" o "es un pasota". Es una terminología desfasada, desgastada, desprestigiada, que define una época y un lugar. Y que a mí, aunque ya no la uso, me resulta tremendamente entrañable.
Dinero, dinero
Obús fueron grandes en los ochenta. Llenaban el Pabellón de Deportes del Real Madrid y fueron número 1 de 40 Principales. Creo que durante mi etapa heavy nunca los vi en directo; o si los vi, no lo recuerdo (bastante problable en esos días). Ahora que lo pienso, cuando hacía programas heavies en radios libres (estoy hablando de 1985) fui a una entrega de ¿disco de oro? a Obús en la sala Long Play, en la plaza de Vázquez de Mella (me dicen que la sala hoy se ha convertido en un santuario gay, en consonancia con la zona). Allí les hice cuatro preguntas con una grabadora del tamaño de una caja de zapatos.
Obús tenían mala fama: se decía que eran malos de solemnidad. La combatieron tocando cuatro o cinco temas en directo en un especial de Tocata (donde todos hacían uno o dos temas y en riguroso playback). Pero la comunidad heavy les tenía un cariño enorme. Existía esa rivalidad Barón Rojo-Obús, que con Leño completaban el gran triunvirato del heavy rock español. Fortu, el cantante, era una figura colosal: al contrario que pasaba con Sherpa en Barón Rojo, que compartía liderazgo con los hermanos De Castro, Fortu era Obús. Tenía, además, una imagen demoledora (Barón iban más de andar por casa y estaban calvos): melena impresionante, ajustadísimas mallas negras, chalecos molones, tachuelas, muñequeras... Puede que Obús no fueran unos virtuosos, pero tenían unas canciones que eran pura dinamita: 'Dinero, dinero', 'Va a estallar el obús', 'Deprisa, deprisa', 'Mi moto', ese himno etílico llamado 'Vamos muy bien', 'El que más' ("Pasándote costo ... tirando de un bolso")...
Años después creo recordar que Fortu se fue a Estados Unidos y grabó algo con músicos de allí. Luego le golpeó la tragedia (murió su hija), y se reenganchó al rock local en Saratoga. Dicen que, desde hace unos años, regenta un mesón en Chinchón.
Anoche vi a Fortu en un programa llamado 'Vidas anónimas': un título que no puede ser más humillante para una ex estrella del rock. Pero estaba simpático, preparando una imponente fabada en su casa o levantando pesas en un gimnasio de barrio. Le visitaba Alaska en el local de ensayo (una imagen que habría derribado la credibilidad de ambos hace 25 años), y hacía piruetas en la calle sobre unos patines de ruedas. Pero Fortu seguía supurando rock and roll. Pocos hay (y ha habido) como él. Un grande.
La edad de oro del heavy metal español: Fortu (primero por la izda.), con su banda, Obús
Felicidad
Mi idea de la felicidad es...
Escuchar en Radio Clásica, en el coche, una maravillosa pieza del Renacimiento francés interpretada por una sola voz femenina, a capella. Es música para el alma. Aguanto la escucha hasta el final, esperando que la locutora aporte datos: compositor, título, intérprete. Busco torpemente, presa de la excitación, un bolígrafo en la guantera. Lo encuentro y anoto en un trozo de papel lo que, deduzco, es un nombre en francés. Sé que no está bien escrito.
Al día siguiente busco en la web de RNE la programación de Radio Clásica. Lo encuentro. Adrien Le Roy. También el título de la obra. Siguiente parada: Amazon. Encuentro esa música en una recopilación: misma versión, mismo intérprete.
Mi idea de la felicidad es pulsar el botón de comprar, recibir el disco, una semana después, y escuchar, otra vez en el coche, esa música de pagana belleza. Y antes de eso, además, abrir el sobre del envío y encontrar otro disco más. También de música renacentista francesa, incluso con algo de Adrien Le Roy. Gratis, cortesía del vendedor (una tienda/sello/colectivo musical estadounidense). Otra maravilla.
Qué cosa más tonta, pero qué feliz me ha hecho.
The Feeling
Ya no se hacen canciones como las de antes... ¿O sí? Me ha encantado el último disco de The Feeling, Join with us: melodías que hubiese firmado el mismísimo Paul McCartney, coros al más puro estilo Jeff Lynne (ELO), pianos que cabalgan como los de Supertramp... La Mojo del mes pasado decía de este disco que estaba a la altura e incluso superaba a algunas de sus influencias. Y es cierto. Además, aunque tremendamente ortodoxo, es un disco raro: hoy, que todos quieren conseguir ese ligero toque indie (hasta James Blunt quiere sonar como Coldplay), The Feeling ponen a buen recaudo el verdadero pop.