Este fin de semana estuve en Pamplona. Una buena ocasión para dar gusto al paladar.
Comí en un sitio que no recomiendo: se llama Casa Otano y está en la calle San Nicolás, 5, en el primer piso. La comida no está mal, pero me pareció pretencioso y, desde luego, el servicio tuvo algunos detalles imperdonables. Aparte de la asumida brusquedad regional iban como estresados, discutían entre ellos y eran de los que no te sirven el plato: te lo arrojan. Por si fuera poco, no retiran los cubiertos después del primer plato, cosa que me parece tan inconcebible en un restaurante de esas características como si te obligaran a usar un mismo plato para toda la comida. Justo al lado hay un bar (no sé si de los mismos dueños) que ya he visitado en un par de ocasiones anteriormente, con unos pinchos antológicos.
La comida no estuvo mal, repito. De primero probé un revuelto de hongos, y de segundo me incliné por un bacalao al ajoarriero. Ambos correctos. El vino: un Castillo de Monjardín crianza, por supuesto de Navarra que era donde estaba, que me pareció extremadamente flojo en nariz y discreto en boca.
Nos alojamos en el NH El Toro, que está en un pueblecito a la afueras, y que más que un NH parece un parador porque no es el típico edificio moderno sino que está situado en un viejo edificio de piedra que debió de ser caserón o algo por el estilo. Hotel cómodo y cálido, pero si pides vino con el room service te traen la botella abierta.
El domingo por la mañana compré unos vinos de la zona: un Javier Asensio crianza 2000; un Señorío de Sarriá Viñedo Sotés; un Señorío de Sarriá Viñedo nº4 merlot; un Castillo de Monjardín rosado merlot; y el popular Ochoa, en su varietal merlot. Todos bastante asequibles. El lector habrá advertido una obstinada querencia al merlot: ciertamente estoy aburrido del tempranillo y entre las uvas foráneas la merlot es mi favorita actualmente (como es difícil encontrar merlot en Riojas y Riberas, hay que aprovechar estos viajes para reponer existencias).
De regreso a Madrid paramos en Tudela, donde comprobamos que la restauración de la catedral han debido de hacerla los albañiles de "Manos a la obra", y donde la comida ni siquiera merece ser comentada.
Comer y beber en Pamplona
Música y 'spinning'
No me avergüenza confesarlo: hago spinning. Puede que algunos consideren que es poco rock and roll. Bueno, otros juegan al pádel (y no miro a nadie).
El spinning (lo aclaro porque no todo el mundo tiene por qué conocer la jerga de los gimnasios) es una actividad colectiva en la que te pones a pedalear encima de una bicicleta estática como un poseso, como si te persiguiera el diablo, hasta que expulsas hasta la última gota de sudor de tu cuerpo. La música es tremendamente importante, dado que dicta el ritmo del pedaleo.
Para mí, de hecho, la música es uno de los alicientes del spinning. Al principio pensaba que se limitaría a un techno barato sacado de un Ibiza Mix, pero me he encontrado con algunas sorpresas.
Cada monitor trae su propia música. Hay uno al que le traiciona su look: luce espesa melena y tatuajes. De modo que el primer día me sorprendí a mí mismo pedaleando al ritmo de Scorpions con la Filarmónica de Berlín. Debe de ser un heavy reciclado, y ha recibido con entusiasmo el giro estilístico de Dover: el otro día nos puso nada menos que tres temas del nuevo disco, incluida la balada "Dear McCartney" para los estiramientos del final.
Efecticamente, el dance cutre domina la escena, pero ayer mismo varios ciclistas soltamos una carcajada (risa floja, por el cansancio) cuando escuchamos los primeros acordes de un tema de Melendi. Tampoco nos hemos librado de El Canto del Loco.
Tengo que admitir que hay un tema dance que me gusta: lo canta una voz femenina y el estribillo dice "vamos a jugar en el sol/todos los días son días de fi-eée-sta". Me hace gracia cómo pronuncia "fiesta" y tiene cierto rollo ibicenco que me resulta balsámico en pleno esfuerzo.
Otro día tengo que hablar del look de los practicantes de spinning. Algunos calzan un uniforme más profesional que el de los que corren el Tour.
Homenaje a Hilario Camacho
"Si Hilario estuviera aquí, no se lo creería", dijo un sembrado Javier Batanero antes de tocar "Clave secreta".
Efecticamente, Hilario Camacho tuvo que morirse para llenar un teatro del tamaño del Lope de Vega, donde se reunieron ayer cantautores de varias generaciones para recordar sus canciones. Una noche en la que, en la mejor tradición de la canción de autor, se habló casi tanto como se cantó.
Lo mejor: un locuaz Kiko Veneno, la emotiva reunión de Dolores, la ironía corrosiva de Batanero, la entrañable discreción de Suburbano, la extraordinaria voz de Esmeralda Grao y la comedida presencia de Moncho Alpuente como presentador.
Lo peor: los berridos de un espasmódico Iván Ferreiro abortando la delicada "Tristeza de amor", la vergonzosa versión de "You've got a friend" a cargo de Javier Álvarez, la chulería de Jabier Muguruza, la indescifrable verborrea de Manolo Tena y la omnipresencia del maestro de ceremonias.
El regreso de Antonio Carmona
Creo que Antonio Carmona ha hecho un magnífico disco en solitario. A la pregunta de, ¿qué hay después de los jóvenes flamencos?, Carmona ha respondido con un disco maduro, cálido (todo está cantado a media voz) y con canciones extraordinarias, sutilmente flamencas y al mismo tiempo tremendamente contemporáneas.
Es el disco que nunca ha sabido hacer Alejandro Sanz después de "Corazón partío".
(Sólo una pega: el tema a dúo con Juanes suena demasiado a Juanes y rompe el clima general del álbum. Tara demasiado grande para un disco de sólo 10 canciones.)
Canción de la semana: Shelagh McDonald, "Dowie dens of yarrow" (1971)
Descubrí a Shelagh hace poco en una de las recopilaciones que edita la revista Mojo (una de las dos revistas a las que estoy suscrito actualmente; la otra es Vinos de España). Acto seguido me compré por internet un doble CD (Let no man steal your thyme) que contiene sus dos únicas grabaciones: The Shelagh McDonald Album (1970) y Stargazer (1971). Esta última incluye "Dowie dens of yarrow", que no es sino una melodía folk tradicional sometida por la cantautora escocesa a un arreglo adictivo e hipnótico, con el bajo y la batería haciendo diabluras por debajo de su voz dulce-pero-impetuosa. El tema dura 7 minutos, lo cual encaja con mi actual fascinación por las canciones largas.
Poco después de grabar este segundo disco, Shelagh, que empezaba a coquetear con las drogas, sufrió un mal viaje de LSD del que quedó tocada del ala y desapareció misteriosamente del mapa. En 2005, más de treinta años después, reapareció, anunciando que estaba de nuevo en forma para volver a cantar.
Historias del gremio (II)
Una prestigiosa revista prepara un número especial que recoge los resultados de una encuesta para elegir las mejores canciones de la historia del rock español. La lista irá ilustrada con textos sobre cada canción, en los que, según sugieren a los colaboradores, debe incluirse algún comentario del músico en cuestión.
Me encargan una docena de canciones, algunas de ellas de los mismos artistas, y emprendo el tortuoso camino de localizar/entrevistar a los músicos por teléfono. He aquí el variopinto resultado:
Hablar directamente con el supercantautor es imposible, y su amable secretaria personal toma nota de mi encargo (de hecho, oigo como lo teclea en un ordenador), diciendo que es "prioritario". Al día siguiente me informa de que el supercantautor está afónico y prefiere mantenerse mudo para cuidar su garganta. Sutilmente le cuelo la opción e-mail, pero parece que la suerte está echada. La secretaria me da su correo y dice que lo intentará, pero no promete nada. El supercantautor mudo nunca responde al e-mail.
El grupo de rock transgresivo tiene un líder errático e ilocalizable, así que decido probar con el guitarrista y productor. Me espero cualquier cosa, pero en tono campechano me pide que le mande las preguntas por e-mail y que por la noche, cuando llegue a casa, aunque sea a las 3 de la mañana, me contestará. A la mañana siguiente abro el correo y, efectivamente, encuentro las respuestas. Ha contestado con premura y precisión.
Dos leyendas de la nueva ola (uno de ellos posiblemente el personaje más inefable de la movida madrileña, y el otro un one hit wonder clarísimo) me atienden por teléfono de buen grado recordando extensamente cómo gestaron sus respectivos himnos oficiales de la movida.
El veteranísimo cantautor melódico, que compuso un hit para una frágil voz femenina en la década de 1970, también tiene secretaria personal. Le explico de qué va la historia (una entrevista de 10 minutos máximo) y me informa, un tanto irritada, que el cantautor no podrá atenderme ni en ese momento ni ningún otro día ¡porque está trabajando! Comprendo entonces a qué dedica el tiempo libre: a trabajar 24 horas al día.
No termina ahí la cosa: un canal de TV prepara un programa especial basado en dicha lista, y decide recabar declaraciones de los músicos más votados. Entre ellos está la diva de la movida madrileña y su genial compañero. Cuando el redactor de la tele les plantea el tema, se niegan rotundamente a participar. Motivo: están enfadados con la revista porque les han dedicado una portada ¡en un mes que no les convenía!
Historias del gremio (I)
Los músicos... qué curioso gremio. Gente difícil.
Y entre el periodista y el músico, la industria discográfica. Una industria cuyo negocio consiste en grabar discos a los músicos e intentar que la gente los compre. Aparentemente sencillo, pero en los últimos años se les ha puesto muy cuesta arriba porque la gente no quiere comprar discos. Por eso, las discográficas decidieron comprimir el negocio, asociándose unas con otras, en un proceso que no ha terminado aún.
Como suele suceder en las fusiones de empresas, mucha gente se quedó fuera del juego. Muchos veteranos de la industria se vieron relegados y hoy sobreviven dando tumbos como freelances o simplemente se han cambiado de negocio, en busca de tranquilidad. Esta migración, a su vez, ha provocado más cambios, en especial un importante cambio en las formas. Aquellos veteranos que conocían perfectamente su trabajo y estaban sometidos a una presión relativa se caracterizaban, en su mayoría, por su trato exquisito y estilo elegante. Presionaban a su vez a los medios, lógicamente, para promocionar a sus artistas, pero lo hacían con argumentos (sabían de música) y cortesía. Eran tiempos de vacas gordas y derroche, en los que se organizaban grandes expediciones de periodistas a Nueva York, Los Ángeles, Londres o cualquier otra meca del rock a veces simplemente para ver un concierto. Todo el mundo estaba encantado.
Su puesto lo ocupan ahora jóvenes aprendices que, presionados por la escasez de ventas y obligados a ocuparse de un catálogo de artistas mucho mayor (por culpa de las fusiones), reaccionan con un feo estilo de vendedor agresivo. Por supuesto, hay de todo (incluso promocioneros de segunda generación que han heredado la elegancia de sus padres) pero impera la exigencia: tienen la necesidad de controlarlo todo, que nada se les escape de las manos, porque cualquier traspié es mortal. Por eso, el puente entre periodista y músico cada vez tiene más baches.
Esto es bastante molesto para el periodista, por lo menos para mí. Te hace perder mucho tiempo, y limita las posibilidades de hacer reportajes originales o entrevistas exhaustivas.
Pero hay que tomárselo con humor, después de todo. Es por ello que iré glosando aquí un anecdotario que tal vez sirva al profano para conocer por dentro las cloacas del apasionante mundo del rock and roll.
¿Café o té?
Siempre he preferido un buen café después de comer, pero recientemente he descubierto el complejo mundo del té.
Fue a raíz del cumpleaños de mi amigo Luis Enrique. Como es un apasionado de las infusiones, entré en una tienda especializada de la calle Fuencarral con la idea de comprarle una cesta con varios tipos de té (bueno, la idea fue de Cristina, como casi todas las ideas). Fue allí donde tuve la experiencia iniciática: a la vista de mi indecisión, el vendedor no dejaba de abrir latas de diferentes clases de té, cada una de ellas con un aroma más sugerente e intenso que la anterior. Embriagado por los efluvios, tuve la agilidad mental de encargar, para mi uso, un sobrecito de 100 gramos de té Pakistaní. Y una bolita de esas que se llenan de té y luego se introducen en el agua.
A Luis Enrique le gustó el regalo, y soltó una frase que terminó de convencerme: "El mundo del té se parece mucho al mundo del vino."
Luego recordé que la última noche en Indonesia en el hotel nos dejaron una bandejita con un termo de un té buenísimo. En la bandeja había una tarjeta que explicaba qué clase de té era, pero yo, por supuesto, la olvidé allí y no recuerdo el nombre. (En mi descargo hay que decir que no sabía que estaba a punto de sufrir esta conversión.)
Desde entonces, después de una buena comida o cena me tomo una tacita de té Pakistaní, que tiene un bonito color negro y huele un poco a canela y chocolate. Además de estar rico, noto que es muy digestivo.
A ver si este fin de semana me acerco a por más. Quizá debería probar otras variedades, aunque ésta me ha gustado mucho. Y no soy amigo de cambios radicales en mis costumbres.
Aberración triunfo
Anoche me disponía a preparar una sepia a la plancha cuando oigo una de las mayores barbaridades que ha escupido la tele en mucho tiempo.
Es un microespacio de Operacíon Triunfo, con imágenes del casting. De repente, a bocajarro, el capo del asunto les suelta a unos aspirantes: "Tened en cuenta que en este país prácticamente los únicos cantantes que cantan en directo son los que han salido de Operación Triunfo. En este país el 90 por ciento de los cantantes hace playback."
Semejante infamia sólo puede venir de la ignorancia más absoluta, de la maldad más enconada o del resentimiento más patético.
No sé si una obscenidad de este calibre, soltada impunemente ante millones de personas, tendrá consecuencias. Tengo ganas de conocer la reacción de ese gremio tan curioso que es el de los músicos.
A partir de ahora, queda claro que todo artista de este país que desfile por este programa en busca de promoción masiva, es que no tiene dignidad.
Mi querido Atleti
Soy del Atleti desde hace 40 años. Tengo 39.
Mi madre, a la que no le gusta el fútbol, se hizo socia por contentar a mi padre y se tragó unos cuantos partidos cuando me llevaba en su vientre. Mi padre es del Atleti. Mi abuelo era del Atleti. Llevo al Atleti tatuado en mi código genético.
Mis primeros recuerdos del Atleti son nombres. Jugadores de principios de los setenta como Melo, Capón, Ovejero y Panadero Díaz … Luis, Irureta y Adelardo … Heredia y el ratón Ayala … Leivinha y Pereira … y, cómo no, el inimitable Gárate, el caballero del área, probablemente el jugador más elegante de la historia del fútbol español.
Cuando era niño iba al fútbol todos los domingos. Nuestra casa estaba (está) a 20 minutos andando del Vicente Calderón, y cada quince días mi abuelo, mi padre, mi hermano pequeño y yo organizábamos una pequeña expedición para acudir al estadio. Nuestros carnés de socios nos daban derecho a sentarnos en el Fondo Sur, y aunque por aquel entonces no había asientos fijos en esa parte, siempre nos sentábamos en la misma zona: cerca del córner, pegados a la tribuna; el sitio desde donde se ven perfectamente los fueras de juego.
Estábamos siempre rodeados de la misma gente. Recuerdo a un grupo de señores que se sentaban delante de nosotros y se pasaban una bota de vino donde habían grabado el logo de su peña, la Peña Kentucky (supongo que Kentucky sería el nombre de un bar, no lo sé; nunca lo averigüé). También una fila más adelante se sentaba un caballero de bigote que solía portar en la solapa una pequeña pegatina que ponía “PARO NO”, como si el paro fuera algo sobre lo que estar a favor o en contra, como la OTAN. A los que se sentaban detrás no los recuerdo, porque lógicamente yo procuraba mirar hacia delante. Recuerdo, eso sí, a un señor, que no debía de defender mucho el fútbol-espectáculo, que a mi espalda gritaba insistente “¡A la cazuela, a la cazuela!”. Recuerdo el olor a cigarro puro y el sol de frente, que me molestaba bastante hasta que llegaba el descanso y se escondía detrás de la grada del río.
En esos años me empapé de la filosofía del Atleti: sufrirás para triunfar, nadie te regalará nada, pero triunfarás. Por entonces, el Atleti ganaba títulos y era temido en Europa. Pero en nuestro diccionario triunfar no equivale a ganar: acostumbrados a luchar contra los elementos, una derrota peleada e injusta es una victoria. También fue en esa época cuando aprendí lo que era ser antimadridista. El Madrid representaba todo lo contrario: el éxito fácil servido en bandeja y a cualquier precio. Eso no iba conmigo, de ninguna manera.
Me hice mayor, y como todos los adolescentes en busca de ídolos, yo también encontré uno: Juan José Rubio, un extremo izquierda pequeño y rápido, que sabía dar el pase de muerte y que tenía un don privilegiado para caer dentro del área. A veces decían que se tiraba, pero yo creo que tenía una extraña habilidad para conseguir que los defensas le hicieran penalti. Me gustaba porque era explosivo y muy técnico, no era una superestrella (no había superestrellas en el Atleti) y además venía de la cantera: jugaba en el Atleti desde niño. De hecho, siempre tuvo cara de niño. Parecía endeble, pero recuerdo que en un Madrid-Atleti en el Bernabéu le atizó bien al hispano-belga Lozano, que estuvo lesionado durante meses. Me gustó saber que mi favorito, además de clase tenía garra. Más tarde le sustituyó en mis predilecciones Juanma López que era todo lo contrario: un defensa duro como una roca aunque noble a la hora de meter el pie.
Padecí al doctor Cabeza (por su culpa nos birlaron un título de Liga en nuestra propia casa) y con la llegada de Gil la cosa se empezó a desmoronar. Lo primero que hizo Gil fue subir la cuota de socio, de modo que mi padre, que era quien soltaba la pasta de los cuatro abonos, se cabreó y nos dio de baja a todos.
Pero el Atleti, la institución, el equipo, me seguía llenando. En 1996 estábamos haciendo una temporada magnífica en Liga y Copa e hice la promesa de que, si ganábamos en las dos competiciones, me compraría la camiseta oficial de ese año y enmarcaría la portada del Marca (nunca del As) del día siguiente. La camiseta aún la tengo por ahí en un armario y la bendita portada del Marca del 26 de mayo de ese año, en la que se lee “¡DOBLETE! HISTÓRICO ATLETI” a toda página, la tengo enmarcada en un precioso marco azul y colgada en la pared mi cuarto, donde puedes verla nada más entrar.
Viví el último partido de esa Liga en el Calderón, un partido inusualmente cómodo ante el Albacete. Y luego, claro está, fui a celebrarlo a Neptuno.
Pero las cosas cambiaron de la noche a la mañana. En un año en que teníamos una plantilla magnífica, una serie de raras circunstancias nos llevaron a Segunda División. Con la perspectiva del tiempo, y a pesar de todo lo mal que lo estaba haciendo Gil, veo la intervención judicial como la principal causa del naufragio de nuestro equipo. Los gestores cogieron el control en diciembre, y desde entonces el equipo estuvo maniatado. La sentencia estaba dictada, sólo había que esperar en el corredor de la muerte. Nos fueron hundiendo poco a poco, dirigiéndonos irremisiblemente a un precipicio que, ilusos nosotros, creímos hasta el final que podíamos evitar. Pero no fue así.
Fue entonces cuando comprendí que la del Atleti no era la mejor afición; de hecho, era de las peores. Un par de años antes, por cuestiones administrativas, el Celta y el Sevilla habían sido descendidos automáticamente. Sin embargo, los seguidores vigueses y sevillistas se echaron a la calle, defendiendo a sus equipos como si defendieran a lo más querido, y consiguieron que se revocara el descenso. Nosotros, la mejor afición, nos quedamos callados y consentimos. Todos juntos lo habríamos salvado, o por lo menos lo habríamos intentado. Pero no. Entonces un interruptor dentro de mí se desconectó.
Desde aquel momento, el Atleti sigue a la deriva y se ha convertido en un equipo que me resulta extraño. Un equipo mediocre. Siento una envidia terrible y malsana de otros equipos españoles que van superando nuestro modesto palmarés europeo. Un equipo que lleva la camiseta rojiblanca, pero que está formado por jugadores que vienen y van, que desconocen que el nombre Atlético de Madrid se escribe con letras doradas. Ignoran que es un equipo acostumbrado a ganar. Cada vez que mi Atleti saltaba a un césped era para desatar una batalla épica contra viento y marea con el fin de obtener la victoria. Vencía sufriendo, que es la mejor manera de vencer. Y si perdía, lo hacía peleando, que es la manera más honrada de perder. La mayoría de ellos no lo sabe. El listón está tan bajo que si ahora quedamos en mitad de la tabla ya es un éxito; no digamos si, en una de éstas, suena la flauta y nos colamos en Europa.
Igual que se suele decir que hay partidos que hacen afición, este Atleti lleva muchos partidos, temporadas enteras, que han mermado mi afición. La han anestesiado, anulado. Hace muchísimo tiempo que no voy al estadio. Hay jugadores en el equipo a los que no conozco. La mayoría de los fines de semana no sé ni contra quién jugamos. A veces pienso que actualmente soy más antimadridista que atlético.
Pero a quién voy a engañar. Dentro de mí hay una pequeña chispa que me hace mirar la clasificación a hurtadillas, y que se enciende un poquito con cada pequeña gesta o se apaga con cada patinazo. Confío en que ahí dentro debe de haber alguien que sepa lo que es el Atleti y que, tarde o temprano, infunda su filosofía en este nuevo equipo.
Me gustaría que el Atleti volviera a existir, mi querido Atleti.