Mi querido Atleti

. 2/10/06

Soy del Atleti desde hace 40 años. Tengo 39.
Mi madre, a la que no le gusta el fútbol, se hizo socia por contentar a mi padre y se tragó unos cuantos partidos cuando me llevaba en su vientre. Mi padre es del Atleti. Mi abuelo era del Atleti. Llevo al Atleti tatuado en mi código genético.
Mis primeros recuerdos del Atleti son nombres. Jugadores de principios de los setenta como Melo, Capón, Ovejero y Panadero Díaz … Luis, Irureta y Adelardo … Heredia y el ratón Ayala … Leivinha y Pereira … y, cómo no, el inimitable Gárate, el caballero del área, probablemente el jugador más elegante de la historia del fútbol español.
Cuando era niño iba al fútbol todos los domingos. Nuestra casa estaba (está) a 20 minutos andando del Vicente Calderón, y cada quince días mi abuelo, mi padre, mi hermano pequeño y yo organizábamos una pequeña expedición para acudir al estadio. Nuestros carnés de socios nos daban derecho a sentarnos en el Fondo Sur, y aunque por aquel entonces no había asientos fijos en esa parte, siempre nos sentábamos en la misma zona: cerca del córner, pegados a la tribuna; el sitio desde donde se ven perfectamente los fueras de juego.
Estábamos siempre rodeados de la misma gente. Recuerdo a un grupo de señores que se sentaban delante de nosotros y se pasaban una bota de vino donde habían grabado el logo de su peña, la Peña Kentucky (supongo que Kentucky sería el nombre de un bar, no lo sé; nunca lo averigüé). También una fila más adelante se sentaba un caballero de bigote que solía portar en la solapa una pequeña pegatina que ponía “PARO NO”, como si el paro fuera algo sobre lo que estar a favor o en contra, como la OTAN. A los que se sentaban detrás no los recuerdo, porque lógicamente yo procuraba mirar hacia delante. Recuerdo, eso sí, a un señor, que no debía de defender mucho el fútbol-espectáculo, que a mi espalda gritaba insistente “¡A la cazuela, a la cazuela!”. Recuerdo el olor a cigarro puro y el sol de frente, que me molestaba bastante hasta que llegaba el descanso y se escondía detrás de la grada del río.
En esos años me empapé de la filosofía del Atleti: sufrirás para triunfar, nadie te regalará nada, pero triunfarás. Por entonces, el Atleti ganaba títulos y era temido en Europa. Pero en nuestro diccionario triunfar no equivale a ganar: acostumbrados a luchar contra los elementos, una derrota peleada e injusta es una victoria. También fue en esa época cuando aprendí lo que era ser antimadridista. El Madrid representaba todo lo contrario: el éxito fácil servido en bandeja y a cualquier precio. Eso no iba conmigo, de ninguna manera.
Me hice mayor, y como todos los adolescentes en busca de ídolos, yo también encontré uno: Juan José Rubio, un extremo izquierda pequeño y rápido, que sabía dar el pase de muerte y que tenía un don privilegiado para caer dentro del área. A veces decían que se tiraba, pero yo creo que tenía una extraña habilidad para conseguir que los defensas le hicieran penalti. Me gustaba porque era explosivo y muy técnico, no era una superestrella (no había superestrellas en el Atleti) y además venía de la cantera: jugaba en el Atleti desde niño. De hecho, siempre tuvo cara de niño. Parecía endeble, pero recuerdo que en un Madrid-Atleti en el Bernabéu le atizó bien al hispano-belga Lozano, que estuvo lesionado durante meses. Me gustó saber que mi favorito, además de clase tenía garra. Más tarde le sustituyó en mis predilecciones Juanma López que era todo lo contrario: un defensa duro como una roca aunque noble a la hora de meter el pie.
Padecí al doctor Cabeza (por su culpa nos birlaron un título de Liga en nuestra propia casa) y con la llegada de Gil la cosa se empezó a desmoronar. Lo primero que hizo Gil fue subir la cuota de socio, de modo que mi padre, que era quien soltaba la pasta de los cuatro abonos, se cabreó y nos dio de baja a todos.
Pero el Atleti, la institución, el equipo, me seguía llenando. En 1996 estábamos haciendo una temporada magnífica en Liga y Copa e hice la promesa de que, si ganábamos en las dos competiciones, me compraría la camiseta oficial de ese año y enmarcaría la portada del Marca (nunca del As) del día siguiente. La camiseta aún la tengo por ahí en un armario y la bendita portada del Marca del 26 de mayo de ese año, en la que se lee “¡DOBLETE! HISTÓRICO ATLETI” a toda página, la tengo enmarcada en un precioso marco azul y colgada en la pared mi cuarto, donde puedes verla nada más entrar.
Viví el último partido de esa Liga en el Calderón, un partido inusualmente cómodo ante el Albacete. Y luego, claro está, fui a celebrarlo a Neptuno.
Pero las cosas cambiaron de la noche a la mañana. En un año en que teníamos una plantilla magnífica, una serie de raras circunstancias nos llevaron a Segunda División. Con la perspectiva del tiempo, y a pesar de todo lo mal que lo estaba haciendo Gil, veo la intervención judicial como la principal causa del naufragio de nuestro equipo. Los gestores cogieron el control en diciembre, y desde entonces el equipo estuvo maniatado. La sentencia estaba dictada, sólo había que esperar en el corredor de la muerte. Nos fueron hundiendo poco a poco, dirigiéndonos irremisiblemente a un precipicio que, ilusos nosotros, creímos hasta el final que podíamos evitar. Pero no fue así.
Fue entonces cuando comprendí que la del Atleti no era la mejor afición; de hecho, era de las peores. Un par de años antes, por cuestiones administrativas, el Celta y el Sevilla habían sido descendidos automáticamente. Sin embargo, los seguidores vigueses y sevillistas se echaron a la calle, defendiendo a sus equipos como si defendieran a lo más querido, y consiguieron que se revocara el descenso. Nosotros, la mejor afición, nos quedamos callados y consentimos. Todos juntos lo habríamos salvado, o por lo menos lo habríamos intentado. Pero no. Entonces un interruptor dentro de mí se desconectó.
Desde aquel momento, el Atleti sigue a la deriva y se ha convertido en un equipo que me resulta extraño. Un equipo mediocre. Siento una envidia terrible y malsana de otros equipos españoles que van superando nuestro modesto palmarés europeo. Un equipo que lleva la camiseta rojiblanca, pero que está formado por jugadores que vienen y van, que desconocen que el nombre Atlético de Madrid se escribe con letras doradas. Ignoran que es un equipo acostumbrado a ganar. Cada vez que mi Atleti saltaba a un césped era para desatar una batalla épica contra viento y marea con el fin de obtener la victoria. Vencía sufriendo, que es la mejor manera de vencer. Y si perdía, lo hacía peleando, que es la manera más honrada de perder. La mayoría de ellos no lo sabe. El listón está tan bajo que si ahora quedamos en mitad de la tabla ya es un éxito; no digamos si, en una de éstas, suena la flauta y nos colamos en Europa.
Igual que se suele decir que hay partidos que hacen afición, este Atleti lleva muchos partidos, temporadas enteras, que han mermado mi afición. La han anestesiado, anulado. Hace muchísimo tiempo que no voy al estadio. Hay jugadores en el equipo a los que no conozco. La mayoría de los fines de semana no sé ni contra quién jugamos. A veces pienso que actualmente soy más antimadridista que atlético.
Pero a quién voy a engañar. Dentro de mí hay una pequeña chispa que me hace mirar la clasificación a hurtadillas, y que se enciende un poquito con cada pequeña gesta o se apaga con cada patinazo. Confío en que ahí dentro debe de haber alguien que sepa lo que es el Atleti y que, tarde o temprano, infunda su filosofía en este nuevo equipo.
Me gustaría que el Atleti volviera a existir, mi querido Atleti. —