Nunca me habían organizado una fiesta sorpresa de cumpleaños, como las de las pelis. Entras en casa, están todas las luces apagadas, y de repente todo se ilumina y ves un montón de caras conocidas que te gritan "¡Sorpresaaaa!" Aunque aquí falló el momento luces apagadas (cuando entré lo primero que pensé fue, "Qué demonios hace toda la casa encendida, si se supone que no hay nadie"), puedo decir que fue lo único que falló: fue una noche perfecta, por la compañía, la comida, la bebida, los magníficos regalos, la música, las conversaciones... Y por la sorpresa en sí: esta gentuza se lo tenía bien calladito. Reproduzco aquí algunos de los momentos estelares de la fiesta.
De izda. a dcha.: el Sueco, Django, la Vane, la Sra. de Japo, Vencido, el homenajeado, Japo y DJ Flow. (Esto me recuerda a los amigos de Japo en el colegio: el rata, el chino...)
Vencido y un servidor, bien servido.
¿Un voluntario para partir la tarta? "¿He oído tarta?", dijo DJ Flow, que se abalanzó sobre ella ante la atenta mirada de Japo.
El Sueco, en la única foto en la que salió con los ojos abiertos.
Con DJ Flow, riéndose del chiste.
¡Sorpresaaaa!
41
Hoy es 7 de diciembre, y como cada 7 de diciembre mis inseparables Tom Waits y Bertín Osborne y yo tenemos algo que celebrar: ¡es nuestro cumpleaños!
Hace un año por estas fechas meditaba acerca de lo estupendamente bien que me sentía con 40. Doce meses después, he de matizar dicho alegato: a partir de los 40 uno empieza a enfilar la cuesta abajo y sentirse víctima de achaques diversos y primeros síntomas de alzheimer (y no lo digo en broma). Además, cuando el primer regalo que uno recibe con 41 es un Braintraining de Nintendo DS, empieza a sospechar que tales síntomas son de dominio público.
Amigos: queda pendiente una celebración.
Heavy metal con peluca
Ayer pasó a mejor vida Kevin DuBrow, un cantante de rock cuyo nombre probablemente no dirá nada excepto a los fans del heavy metal: era el cantante de Quiet Riot.
Quiet Riot nunca fue de mis grupos favoritos. Su contribución a la historia se limita a: 1) en algún punto de sus inicios su guitarrista fue Randy Rhoads (más tarde, mano derecha de Ozzy Osbourne... hasta que murió en un extraño accidente que implicó a una avioneta y su autobús de gira), y 2) su fidelísima versión del cervecero "C'mon feel the noize", de los reyes del glam Slade. En cualquier caso, todo aquel que quiera hacerse una buena recopilación de metal de los ochenta cometería un grave error si no contara con ese tema.
Yo recuerdo a Quiet Riot precisamente por Kevin DuBrow. O, mejor dicho, por su misterioso pelo. Me explico: cuando el grupo saltó a la popularidad, Kevin evidenciaba serios problemas capilares. Unas buenas entradas. Sin embargo, con el tiempo, la cabellera del simpático cantante fue ganando en espesura; primero con unos exuberantes rizos y, más tarde, con la banda ya en declive, con una estupenda melena rubia.
Dicho de otro modo: peluca. Sí, los grandes del metal de los ochenta llevaban peluca.
Kevin DuBrow, descanse en paz.
Kevin Dubrow, segundo por la derecha, en su apogeo musical (y declive capilar).
Kevin, años más tarde, con una frondosa melena rizada. Adiós a las entradas.
Kevin, muy bien acompañado y (tal vez por ello) con su fantástica peluca rubia.
Magdalena... ¡(casi) Supermodelo 2007!
Estuvo a punto. Magdalena Pérez quedó segunda en el concurso Supermodelo 2007, lo cual confirma el buen ojo para estas cosas de quien escribe estas líneas. Magdalena mantuvo el tipo hasta el final, y aunque no ganó, tiene todo el derecho a sentirse la vencedora moral. Haciendo una analogía apresurada (y nada glamourosa) si esto fuera la primera edición de OT, Noelia, la ganadora de Supermodelo, sería el equivalente de Rosa de España (ganadora de OT 1) y Magdalena sería Bisbal (que, recordemos, no ganó a su paso por la academia... ni falta que le hizo). Aunque tienen pocas cosas en común, espero que le vaya por lo menos igual de bien.
Magdalena: ¡Ha nacido una estrella!
Pega la oreja
Hace unos días se propagó el rumor de que Paulina Rubio iba a sustituir a Amaia Montero como nueva cantante de La Oreja de Van Gogh. De cómo ese bulo creció durante unas horas hasta verse convertido en noticia en telediarios y periódicos pueden hacerse varias lecturas. Yo lo veo como una muestra más de que la música no le importa ni un pimiento a nadie; que no merece ni siquiera el esfuerzo de levantar un teléfono para contrastar una noticia.
Yo me enteré porque en una página web desmentían que Paulina fuese a entrar en La Oreja de Van Gogh. Justo esa noche El Sueco iba a acudir a una entrega de premios donde se anunciaba la presencia de la cantante mexicana. Nos pareció que lo más natural (y al mismo tiempo, lo más fiel a los principios del periodismo) sería intentar preguntarle a ella (por la parte del grupo lo negaban). Paulina no quiso hablar con periodistas, pero El Sueco, en una lección magistral de periodista con recursos, se las arregló para colarse en una zona restringida y sacarle unas frases (y un autógrafo). Un momento memorable que se convertirá, sin duda, en batallita obligada y coña recurrente en próximas tertulias.
A la mañana siguiente, en Informativos Telecinco aseguraban alegremente que Paulina sería la nueva cantante de La Oreja. También algunos diarios e infinidad de páginas de Internet. A nadie se le ocurriría dar como noticia la dimisión de un ministro, por ejemplo, si no está contrastada del todo y no pasa cien mil filtros. Pero ¿algo sobre un grupo musical? Es lo suficientemente importante como para hablar de ello en un telediario pero tan insignificante como para largarlo sin reservas.
Tele de la buena
No es fácil toparse en estos días con un buen programa de televisión. Y cuando digo "bueno" quiero decir bien hecho: bien estructurado, con una buena realización, bien narrado y ameno. A ver, quiero que se me entienda: no "bueno" por su contenido sino por su factura. Después de algunos años trabajando en ese medio, he adquirido el defecto de ver la tele no sólo por su contenido: también por su forma. No puedo evitar fijarme en cómo está iluminada una entrevista, por ejemplo, o pararme a pensar si determinada locución en off está hecha con ritmo o es demasiado larga.
Este domingo vi un espléndido programa de televisión: Página 2, que se emite en La 2. Es un programa de libros, pero no pienses en la típica tertulia coñazo. Tiene estructura de magacín: un presentador (situado en diferentes localizaciones en exteriores) va dando paso a vídeos (reportajes). Aparte de ser muy fresco, está lleno de buenas ideas. Después de haber tenido que lidiar durante años con algunos realizadores ineptos, estoy en disposición de afirmar que este programa tiene un realizador de aúpa.
Una muestra: reportaje sobre el difícil salto al mundo editorial de escritores noveles. Bueno, pues en vez de hacer varias entrevistas en aburridos despachos y escribir luego un off que hilvane el asunto, deciden ambientar la pieza en un edificio en obras. Allí plantan diferentes sets (uno muy bonito, con un sillón y una lampara y, al fondo, una pila de libros) donde realizan las entrevistas. Y en vez de usar voz en off, un grafismo va repasando los temas por puntos, como si fueran los diferentes botones de un ascensor (la ascensión del escritor novato). Chapeau.
Otra muestra: sección Agenda. ¿Voz en off sobre vídeo y una tediosa lista de nombres, fechas y ciudades? ¡Anda ya! En unas imágenes rodadas en la calle, una camarera sale de una tasca y se pone a escribir el "menú del día" en la típica pizarra negra apoyada en el suelo. En el menú, escritas a mano, las citas imprescindibles de la semana. Soberbio.
Recomiendo que lo vean. Entenderán por qué la telebasura es algo más que los programas del corazón: es la tele mal hecha.
Los paseantes
Reconozco que hacía tiempo que no iba a un concierto de estas características: grupo molón, aforo medio, no hay billetes. Quizá por eso me chocó tanto el personal que acudió a ver a Interpol en La Riviera. Al margen del elevado nivel de bellezas femeninas, me llamó la atención el alto número de seres humanos que se dedican durante todo el concierto a pasear, o mejor dicho, a incordiar.
Los paseantes.
Los paseantes son aquellos que pagan una entrada no para ver un concierto: cubata en mano, durante hora y media se dedican a pasear, a recorrer el abarrotado recinto abriéndose paso con los codos entre la apretada muchedumbre. No sé a dónde se dirigen ni de dónde vienen. Sólo percibo sus codos, sus pisotones y el frescor de su cubata derramándose por mi manga. Deambulan a trompicones, aprovechándose de la buena voluntad de los espectadores que acceden a dar un pasito adelante o atrás para facilitar su tránsito. Hay variantes: está el paseante normal, pero también hay especímenes del paseante desmayado, que se derrumba a cada paso sin control, como si las dos caladas al porro le hubiéran dejado sin conocimiento; o el paseante gordo, cuyo paso exige, quizá sin pretenderlo, un doble esfuerzo del prójimo para evitar el atropello. También están las hileras de paseantes: te corres un poco para que pase uno, sin saber que es un grupo de diecisiete. O el paseante aprovechado, que confunde el hueco que le brindas con un espacio para ver el concierto y se te queda plantado delante con todo su pelo grasiento a cinco centímetros de tus narices.
Buah, Interpol mola todo, más si te sabes un par de estribillos y puedes corearlos. Pero cuando llegan los bises, el momento más esperado, el clímax de la actuación, mejor dar la espalda al grupo y estar de cháchara con los colegas.
Buen grupo, mal público.
Arte, vino y cocido maragato
Fuimos a León en busca del MUSAC (Museo de Arte Contemporáneo de Castilla y León) y del cocido maragato. El MUSAC nos costó encontrarlo: las señales de tráfico de León no dan ninguna pista de la ubicación de este flamante destino cultural necesitado de promoción (sí, en cambio, de dónde se encuentra El Corte Inglés) y los peatones, cuando les preguntas, te muestran su ignorancia con sequedad castellana. Cuando pregunté a unos policías urbanos me dieron las indicaciones oportunas con tan malos humos que pensé que, además, me iban a poner una multa por alguna infracción que no había cometido.
Como espacio, el MUSAC es primoroso, amplio y tranquilo (si no saben dónde está, ¿cómo van a visitarlo?), pero su colección, formada sobre todo por fotografías, es exigua y poco trascendente. Dato a favor: en la tienda del museo venden un vino de la Tierra de Castilla y León con etiqueta del MUSAC. Obviamente cayó una botella.
Sobre el cocido… tampoco fue fácil. Llegamos a Astorga el viernes a las 9 y media de la noche. Nos hospedamos en un pequeño pueblo a 5 kilómetros, Castrillo de los Polvazares. La primera impresión fue la de un pueblo fantasma: era de noche, hacía un frío seco que presagiaba helada nocturna y no había un alma por las pintorescas calles empedradas, por las que circulábamos dando botes a menos de 20 km/h. El panorama no era precisamente acogedor: invitaba a salir pitando. Por supuesto, a esa hora no había dónde cenar. Recordamos haber visto un restaurante en la carretera y allí fuimos: Restaurante don Juan Tenorio. Vacío y frío, nada más entrar, como gesto de bienvenida, encendieron el televisor del comedor a un volumen que seguramente superaba los decibelios permitidos. Pedimos unas raciones ligeras y un descubrimiento: la espléndida sopa de trucha, que es como una sopa castellana pero con trucha. Regada con un vino rosado de León (Molendores, de Viña Cezán), muy afrutado, rico y nada pretencioso, entró de maravilla.
Al día siguiente comimos en León, después de deambular unas dos horas por un semidesierto MUSAC. Como de costumbre, íbamos sin ninguna noción de casco antiguo o restaurantes destacados. Sólo conocía León de una visita relámpago hace unos 15 años para asistir a un concierto de (y posterior cena con) Los Flechazos, el célebre grupo mod local. Mi instinto me llevó hasta una plaza no demasiado grande pero muy bulliciosa repleta de terrazas, mesones y restaurantes: la plaza de San Martín. Comimos en un sitio llamado el Racimo de Oro (“en pleno Barrio Húmedo”, reza la factura), y me dejé seducir por un bacalao sobre lecho de rabo de toro en salsa de oricios (erizos de mar) que habría resultado excelente si el bacalao hubiera estado algo más salado (un bacalao soso: ya es difícil). Sin comparación con el entrante: un plato de delicias castellanas (chorizo, morcilla y pimientos asados) donde la morcilla, con textura casi de puré, era de campeonato. Insuperable. El vino fue un Palacio de los Guzmanes, también de León, nada del otro mundo.
Después de patearnos León y, después, Astorga (donde nos aprovisionamos de mantecadas y vino), estábamos tan desfallecidos que decidimos cenar en la habitación. Para ello compramos un poco de jamón, pan y una botella de otro tinto de la tierra, Valjunco Crianza 2003 (como los demás, de la variedad local con el altisonante nombre de Prieto Picudo) que supo a gloria.
Bajo el sol matinal del domingo, Castrillo no era tan fantasmagórico, sino un bonito pueblo de piedra muy coqueto y cuidado. Nos levantamos con el reto de ir a por el cocido maragato. En Castrillo encontramos algunos mesones donde lo anunciaban como principal reclamo de su carta, pero nos dijeron que estaban completos para mediodía.
Acabamos otra vez en Astorga, donde, tras tomarnos un vinito y una tapa de cecina fantástica en un sencillo bar con servicio de venta al público de manjares (llamado Delabuelo), nos sentamos frente a un buen cocido en un restaurante absolutamente decadente forrado de madera y con una enorme lámpara dorada en el centro que parecía detenido en 1950. Restaurante Gaudí, llamado así, supongo, por hallarse justo enfrente del Palacio de Gaudí, un castillo como de cuento de hadas que construyó aquí el insigne arquitecto.
El cocido maragato es exactamente igual que el madrileño, pero al revés: a modo de "entrante" uno tiene que vérselas con una gigantesca fuente de carnes, para luego dar buena cuenta de otra no menos grande fuente de garbanzos y verdura antes de enfrentarse a la sopa. Sin prisa, y ayudados por una botella de un amable Peregrino Roble 2004 (de León, por seguir la norma) logramos engullir gran parte del ansiado cocido maragato.
Tardes de viernes
No es ninguna tradición. De hecho, sólo se ha producido dos veces en las últimas semanas. Pero he de decir que me gustan esos viernes por la tarde que empiezan con una comida con Vencido, El Sueco y los demás (también DJFlow, aunque no estuvo en la última), y continúan con una sobremesa que se alarga hasta las 8 de la tarde bien regada de Absolut con tónica (en mi caso).
Me gusta esa sensación de no tener ninguna prisa. Me gustan por estar rodeado de gente con la que me siento a gusto. Me gustan porque a los camareros de mi pueblo se les va la mano cada vez que te ponen una copa. Me gustan porque todos somos igual de bocazas capaces de soltar axiomas grandilocuentes con pasmosa facilidad. Me gusta porque hablamos de un sinfín de chorradas que debatimos como si fueran asuntos de gran trascendencia: las películas de Ben Stiller, el Krautrock, el padre de Hamilton, el paso del vinilo al CD, el paso del CD al MP3... y recordamos viejas anécdotas de cuando trabajábamos juntos que, aunque nos las sabemos de memoria, evocamos con placer a carcajada limpia.
Va por ustedes, amigos.
¡S'a enganchao en la pucelana!
La frase que da título a esta entrada es la que pronunció, a grito pelado, el comentarista de Tele 5 cuando Lewis Hamilton se quedó tirado en el GP de China. Me acuerdo de ella porque, posteriormente, cuando los informativos se hacían eco de la desgracia del conductor inglés, aparecía ese mismo fragmento de la escena. Y de nuevo esa voz eufórica: "¡¡¡S'a enganchao en la pucelana!!!"
Desde que Fernando Alonso irrumpió en la F1 nos hemos familiarizado con la jerga del automovilismo. Escuchamos hablar de pit lane, safety car, stop-and-go, chicane... La mayoría no se sabe a qué designan, pero suenan guay, la verdad. (¿se han fijado que, en cambio, en las retransmisiones de fútbol, los términos ingleses han caído en desuso en favor de juez de línea, saque de esquina, pena máxima...?)
La "pucelana" es ya lo más. Anglosajona no es la palabra, desde luego. He mirado en el diccionario de la RAE, y por pucelana viene lo que me temía: 1. adj. coloq. Natural de Valladolid. U. t. c. s.; 2. adj. coloq. Perteneciente o relativo a esta ciudad de España. He mirado "pocelana", por si había oído mal, pero "pocelana" no existe. Pero sí que existe "puzolana". Sí señor: 1. f. Roca volcánica muy desmenuzada, de la misma composición que el basalto, la cual se encuentra en Puzol, población próxima a Nápoles, y en sus cercanías, y sirve para hacer, mezclada con cal, mortero hidráulico.
Así que Hamilton no es que le diera un efusivo abrazo a una señora de Valladolid que estaba al borde de la pista, sino que, donde se "enganchó" fue en unas piedrecitas volcánicas exportadas de Nápoles.
Cómo llegamos a saber qué es una "puzolana" a través de una carrera de coches en China es algo fascinante. Supongo que el lobby italiano de la F1 habrá extendido la palabreja por el pit lane y aledaños. Por lo menos ya sé lo que es una "puzolana", y saberlo me hace mejor persona y más feliz.
¡Magdalena Supermodelo!
Mark Knopfler
Anoche estuve viendo un extraño y delicioso concierto de Mark Knopfler en una habitación con grandes espejos de marcos dorados en las paredes, donde no había más de 60 personas: media docena de periodistas (todos por encima de los 40), algún actor (Fernando Guillén Cuervo) y, el resto, pijerío joven en su versión más auténtica. La habitación, por razones de espacio, no estaba acondicionada para acoger una actuación musical, aunque ésta fuera ofrecida por cinco caballeros que manipulaban sus instrumentos con serenidad y sabiduría. Hacía mucho calor, y supongo que esa fue una de las razones por las que los camareros de una minúscula barra con forma de óvalo no paraban de desprecintar botellas de Chivas.
A pesar de todo ello, tuve la grata sensación de estar presenciando un momento especial. Knopfler se despachó a gusto con su vena country y, para terminar, se enroscó alrededor de su guitarra para destilar una preciosista versión de 'Brothers in arms'. Había más músicos tocando en el escenario (los otros caballeros que mencioné antes), pero durante esos 5 minutos estaba pasando algo con Knopfler y su guitarra. Había algo íntimo en la manera en que cantaba y tocaba su instrumento. Me alegré de poder apreciarlo.
Paletada de leyenda
Han caído en mis manos unos fragmentos de un panfleto en el que un individuo vomita sus frustradas y provincianas memorias relacionadas con un grupo de los noventa que vuelve a estar de actualidad. En uno de esos fragmentos, el autor arremete de manera gratuita contra los medios que, según se desprende de sus palabras, le estaban arrebatando la exclusividad sobre dicho grupo (ignorando, el pobre, que gracias a eso el grupo se haría más grande y, años después, él podría publicar un libro).
Aunque me duelen los comentarios sobre la revista El Gran Musical, porque yo por entonces trabajaba allí, mucho más me repugnan las lindezas que dedica al añorado Joaquín Luqui, de quien el autor, que admite haber coincidido con él sólo en una cena y un recorrido en taxi, parece conocer todos sus secretos. Pase que le llame "vocero", pero cuando habla de que su discurso era "interesado", me da la impresión de que naufraga entre la pataleta ridícula y el desconocimiento más absoluto. Joaquín Luqui tenía algo muy bueno: era tan extremadamente cariñoso con todo el mundo que, por naturaleza, era incapaz de hablar mal de nadie. Siempre encontraba algo bueno que decir de un artista o un compañero. Eso no es ser interesado: eso es, simplemente, ser buena persona. ¿Interesado? ¿Qué tipo de beneficio podía ambicionar alguien que, en sus tiempos de Canal+, tenía cheques con su sueldo amontonados en administración... porque no iba a recogerlos?
(Por cierto, aunque la revista El Gran Musical le desagradaba mucho, el autor no duda ahora en telefonear a uno de sus antiguos responsables para que saque una reseña de su obra en su medio actual... Patético.)
Pequeñas grandes compras
Entre las mejores compras que he hecho últimamente hay tres objetos vergonzosamente baratos, sencillos y tremendamente útiles. Son tres objetos prácticos que utilizo a diario y cuyo uso me genera la satisfacción de pensar que he acertado de lleno con su compra. ¿Han tenido ustedes alguna vez esa gratificante sensación? Estos tres objetos son:
1) Gafas de sol, 7 euros. Las compré hace ya un par de años en China, en un mercadillo. Son de imitación de Diesel. Tienen los cristales (o lo que sean) muy oscuros, lo que las convierte en unas gafas perfectas para conducir. De hecho, son fantásticas para no sacarlas del coche. También son las que uso en viajes largos en que gafas mejores pueden sufrir algún tipo de contratiempo (rotura, pérdida, robo).
2) Reloj digital, 9 euros. Lo compré a principios de verano en Decathlón. Ideal para viajar, bañarte, montar en bici, ir al gimnasio... Como reloj suplente es estupendo. Robusto y ligero y fácil de usar. Además, basta que no te importe una ralladura para que esté indemne. Otro atractivo: tiene los números grandes, con lo que no necesito echar mano de...
3) Gafas de leer, 12 euros. Compradas en una farmacia. Las típicas gafas de abuelo, pequeñas, de las que se apoyan en la punta de la nariz. Debo aclarar que no las necesito a causa de mi avanzada edad, sino porque cuando llevo las lentillas puestas no veo de cerca. Las compré en enero, cuando todavía trabajaba en la tele, sin sospechar lo bien que me iban a venir meses después trabajando en una revista. Ahora casi no me las quito en la oficina y estoy estudiando la posibilidad de comprar otro par, para casa.
Roky Erickson
Esta mañana le he quitado el polvo a un disco titulado All that may do my rhyme, del tejano Roky Erickson. Un CD que escuché bastante a mediados de los noventa y que, injustificadamente, estaba atrapado y perdido en medio de un montón de mediocridades en el estante de la letra R.
"Un buen disco para escuchar en el coche", me he dicho.
Efectivamente, es un disco grandioso. Roky, ex líder de los psicodélicos 13th Floor Elevators, fue detenido a finales de los sesenta por poseer ¡un simple porro! La cosa se complicó y terminó encerrado en un manicomio. Allí le diagnosticaron esquizofrenia y fue sometido a terapia de electroshock, que le dejó tocado. Cuando le soltaron pasó varios años arrastrándose por las calles y viviendo de la pensión de la seguridad social. Con este disco reapareció en 1995 (en el sello del batería de los Butthole Surfers). Con voz de rata alcohólica canta hermosas canciones perfumadas de Creedence, Bob Dylan, los Stones y Grateful Dead. 'Starry eyes" ('Ojos estrellados') es sencillamente magistral. Además, el disco tiene la peculiaridad de incluir dos temas que se titulan igual (pero son diferentes): 'For you'.
Roky Erickson: 'Starry eyes'...
Vacaciones mexicanas
(Aquí van unos extractos del cuaderno del viaje, por si a alguien le puede ser de utilidad. Del 13 de julio al 2 de agosto.)
Ciudad de México.
Lo primero que hemos conocido de Ciudad de México es el metro. Lo hemos tomado para ir a Xochimilco, un pueblecito que está a unos 20 km de la capital. El metro es tranquilo, excepto por los ruidosos vendedores, algunos de ellos ciegos, que recorren los vagones sin pausa y a gritos. Lo mismo te venden la discografía completa de José Alfredo Jiménez que los grandes éxitos de Timbiriche o el nuevo reglamento de circulación, todo a 10 pesos (unos 0,60 €).
Xochimilco es como una pequeña Venecia rústica. Hemos dado un agradable paseo en barca por sus canales, rodeados de mariachis (30 pesos la canción) y vendedores ambulantes (12 pesos la Corona). (Pasamos de lo primero y sucumbimos a lo segundo.)
Después hemos entrado en un pequeño café, principalmente para ir al baño y preguntar el trayecto al próximo destino. Al fondo, unos chicos que parecían estudiantes estaban rodando una película. Uno de ellos se nos ha acercado para pedirnos, muy forma muy educada, si podíamos actuar como extras. Lo único que debíamos hacer era cambiarnos de mesa y seguir tomando nuestro café frente a la cámara, detrás de los actores. Aceptamos.
Terminamos el día en el animado barrio de Coyuacán, a donde fuimos para visitar la Casa Azul: la que fuera vivienda de Frida Kahlo, convertida hoy en museo. La Casa Azul es un sitio espléndido: una pequeña casa muy coqueta con un amplio y fresco jardín. El museo, atestado y con unas estrictas medidas de seguridad, es bastante incómodo.
Tras comer por la zona unos tacos dimos una vuelta por una plaza muy concurrida, en el corazón de Coyuacán, llena de puestos ambulantes, artistas callejeros y gente paseando tranquilamente.
Al día siguiente nos acercamos temprano a la plaza del Zócalo. A través de los murales de Diego Rivera en la Casa Presidencial repasamos la historia de México. Acto seguido hicimos una visita relámpago a la catedral, en la misma plaza. Lo más llamativo es el Cristo del Veneno, de color negro. Según cuentan, se oscureció después de absorber el veneno con el que habían intentado matar a un cura, cuando éste se inclinó a besar sus pies.
No subimos a las pirámides aztecas de Teotihuacan (foto de abajo) para evitar la previsible sensación de vértigo (y evitar un esfuerzo totalmente innecesario). Las vemos desde abajo. Mucho sol y el cielo de un azul muy intenso. (Sería el primero de los 10 yacimientos arqueológicos que visitaríamos.)
Después de comer fuimos a la Basílica de Guadalupe. Era jornada de peregrinación y había miles de personas que pasan el día tirados en la explanada de la entrada y la dejan llena de basura.
Alrededor de la Ciudad de México, al norte y al oeste, hay millones de chabolas de cemento incrustadas en las colinas. Imagino que es el equivalente a las favelas brasileñas. A sus habitantes los llaman “paracaidistas” (¿quizá porque se “dejan caer” por allí?). La panorámica es bastante impactante.
Puebla. Oaxaca.
Me habría gustado pasar más tiempo en Puebla. Es una ciudad apacible y alegre, con un marcado acento colonial que le asemeja a algunas capitales del sur de España. Las calles del centro tienen mucho encanto. Transmite una imagen de prosperidad.
Tras siete horas de autobús llegamos a Oaxaca (pronúnciese Guajaca). Se parece bastante a Puebla, con sus edificios de estilo colonial pintados de colores vivos. Pero da la impresión de estar abiertamente dirigida al turismo estadounidense. Se ven muchos turistas norteamericanos y las cartas de muchos cafés y restaurantes están en inglés.
Nos hartamos de callejear. Entramos en un montón de tiendas de artesanía (y compramos). Terminamos cenando en un acogedor restaurante regentado por una simpática señora, situado un poco más abajo de la iglesia de Santo Domingo. La cena estaba excelente pero dejamos la mitad: la comida mexicana es tremendamente pesada. Aquí la especialidad es el pollo con mole negro (una pastosa salsa con chocolate).
Vimos mucha policía a la entrada de Oaxaca. Luego supimos que se habían producido unos disturbios a causa de una revuelta de maestros. Incluso estalló una bomba. Pero allí la verdad es que no nos enteramos de nada.
A las afueras se encuentra el yacimiento de Monte Albán. Está situado en lo alto de un monte (como indica su nombre), y cuando llegamos, bastante temprano, el sitio estaba cubierto por una espesa niebla que lo tapaba todo. Pero justo cuando estábamos en lo alto, la niebla empezó a descorrerse como una cortina, dejándonos apreciar unas vistas magníficas de las ruinas. El fabuloso espectáculo (la niebla que se disipa y deja ver la antigua ciudad azteca) dio a toda la visita un toque mágico y misterioso.
Chiapas.
Situado en la región de Chiapas, el Cañón del Sumidero es una impresionante garganta que se eleva a ambos lados del río Grijalva. El corte montañoso alcanza en su punto más alto casi un kilómetro sobre el nivel del río. Surcándolo a bordo de una lancha con capacidad para 25 personas, nos deleitamos con las vistas y la refrescante brisa.
San Cristóbal de Las Casas nos recuerda a Oaxaca por la presencia de muchos turistas norteamericanos (también franceses), a lo que hay que añadir un importante elenco de mochileros y hippies locales. Las calles, muy animadas, están atestadas de tienditas (cafés, restaurantes, tiendas donde venden ámbar) y diminutas vendedoras ambulantes indígenas que son bastante pesadas, por cierto.
A unos 15 km se encuentra San Juan de Chamula, que a pesar de su cercanía a San Cristóbal no tiene nada en común con ésta. Organizada como una pequeña república independiente, tiene dos ayuntamientos: uno del gobierno central y otro dirigido por la casta superior local, a quienes se conoce como los “principales” del pueblo. Aquí se habla otro idioma distinto del español.
Lo más prominente de San Juan de Chamula es su iglesia. Simple y austera por fuera, su interior es bastante impresionante. No tiene bancos ni confesionarios; ni siquiera tiene sacerdote. Aquí no se ofrecen misas. Sus paredes blancas están vacías y el suelo recubierto en su totalidad de ramitas de pino amontonadas desordenadamente. Apiñados en las paredes laterales hay un sinfín de altares dedicados a todos los santos imaginables. En realidad, no son más que viejos arcones de madera acristalados con sencillas imágenes en su interior. La gente acude a pedir ayuda a algún santo en concreto, dependiendo de su necesidad.
La nave central está salpicada de infinidad de velas, la mayoría de ellas sencillamente pegadas al suelo con su cera. Hace mucho calor. La atmósfera es extraña y asfixiante. No hay música, sólo se escuchan los rezos en voz baja de los fieles en su peculiar dialecto, despatarrados en el suelo junto a las velas.
Guatemala.
La primera parada en tierras guatemaltecas fue en casa de una señora que fabrica un licor de frutas de cierta fama en la región. Tiene un sabor parecido al del pacharán. Le compramos una botellita al precio de 20 quetzales (algo menos de 3 €).
Después hicimos una incursión al santuario de un dios pagano a quien llaman San Simón. El “santuario” es una pequeña habitación de una casucha, donde tienen sentado a un maniquí como los de los escaparates vestido con las ropas y memorabilia del tal Simón (quien en vida debió de ser un hombre rico, de estilo de vida errático, que protegía a los lugareños, por lo que estos le estaban muy agradecidos). Delante del muñeco hay docenas de velas que la gente prende para pedirle favores (casi siempre, desgracias para el enemigo). Te cobran por entrar a mirar y por hacer fotos.
Hicimos noche en una maravilla de hotel en el Lago Atitlán, un lago majestuoso flanqueado por tres volcanes (uno de ellos, al fondo en la foto) que a la mañana siguiente recorrimos en lancha.
Antes de llegar a La Antigua paramos en Chichicastenango, un ajetreado pueblo famoso por dos cosas: su iglesia, cargada de un casi insoportable olor a incienso, y el mercado que se desparrama a los pies de su escalinata. Es un mercado que se dedica sobre todo a los textiles, pero también tiene cosas de madera. Compramos unas muñecas guatemaltecas (a una niña por la calle), un portavelas de madera y una flauta un poco absurda.
Aquí se come mucho lo que llaman “lomito de res”: lomo de vaca similar a lo que aquí se conoce como entrecot. Está bueno el lomito, además te lo preparan al carbón y le dan el punto que les pidas.
La Antigua Guatemala (abajo) es otra ciudad colonial. A diferencia de las ciudades coloniales de Máxico, con casas pintadas de alegres colores, La Antigua se parece más a los pueblos de La Mancha: casas encaladas (algunas pintadas de amarillo), de una sola planta, con grandes patios interiores con soportales.
Los nombres de los locales remiten a su origen español: “La Posada de Don Rodrigo”, “La casa del Conde”, “El Real Sitio de Aranjuez”… Visitamos aquí un par de iglesias y un convento, a los que se llega caminando por sus calles empedradas. Luego nos acercamos a la Ciudad Vieja, a unos 5 km, en la falda de uno de los volcanes de la zona, y a San Antonio de Aguas Calientes.
Comimos en “La Posada de Don Rodrigo”, del hotel del mismo nombre. Buena comida aunque cara (6 € la copa de vino). A la salida estaba lloviendo a mares e hicimos tiempo curioseando en unos puestos de libros usados que había bajo los soportales de la Plaza Central. (La noche anterior disfrutamos brevemente de un concierto de reggaetón en esta plaza.)
Tuvimos que levantarnos a las 5 de la mañana para cruzarnos todo el altiplano del país y llegar a la frontera con Honduras para visitar las ruinas de Copán. Sólo estuvimos 24 horas en Honduras. Al día siguiente salimos para Livingston, en pleno Mar Caribe, una ciudad bastante peculiar que, con sus negros, su ritmo de vida perezoso y su ambiente entre hippie y reggae, parece más bien una población de Jamaica.
En Livingstone tomamos unos mojitos en un bar de madera propiedad de una mexicana llamada Carmen. Los mojitos no eran gran cosa, pero la charla con Carmen mereció la pena. Nos contó su novelesca vida: a sus 20 años conoció a un indio y a los tres días se marchó con él a la India para casarse. Tuvo un hijo, y al cabo del tiempo escapó del país con el bebé. Luego ha tenido sucesivos romances siempre con hombres extranjeros. La otra coordenada importante de su vida es que ayudó al FBI a detener a uno de los asesinos más buscados de EEUU, que, huido a Guatemala, había terminado trabajando en su restaurante. Cuando ella lo descubrió, al ver su foto en Internet, organizó para el FBI la operación para detenerlo. (Todo esto lo ha puesto por escrito y quiere publicarlo.)
Flores, a donde fuimos a parar para visitar las ruinas de Tikal, es una pequeña isla con encanto y cierto ambiente nocturno, propiciado por sus numerosos hoteles y albergues para mochileros. Pudimos disfrutar de sus margaritas y su comida en algunas agradables terrazas sobre un lago. Aquí degustamos buenos “camarones” (langostinos) y un pescado del lago denominado “blanco”, delicioso. La comida guatemalteca es decididamente bastante mejor que la mexicana.
Palenque. Campeche. Mérida. Riviera Maya.
Una vez cruzada la frontera mexicana dormimos en Palenque. La ciudad no tiene ningún interés, pero posee a las afueras una de las ruinas mayas más famosas. Aunque el yacimiento es espectacular, las hordas de turistas lo hacen muy agobiante. Me sorprende que permitan la presencia de puestos de souvenirs dentro del recinto. Bastante diferente a las ruinas guatemaltecas, algunas de las cuales estaban totalmente vacías cuando las visitamos.
El camino que lleva a Campeche es una buena carretera, totalmente plana y bastante recta, que discurre paralela al mar (a la altura del Golfo de México). La vista es muy bonita: cuando pasamos cae el atardecer.
La ciudad de Campeche parece colgada en el tiempo. Sus calles y edificios tienen cierto aire colonial de la época de los piratas (que asediaron su estratégico puerto durante décadas). Sus habitantes, los campechanos, tienen fama de ser extremadamente tranquilos (o lentos, según se mire). Si cruzas la calle por cualquier sitio, los conductores detienen sus coches y esperan pacientemente a que pases.
Su plaza principal estaba muy animada. Además de terrazas para comer había mesas desplegadas donde un montón de gente jugaba al bingo. Cenamos camarones y un pescado típico, todo buenísimo. A la mañana siguiente visitamos las ruinas de Uxmal (el yacimiento número 9 del viaje).
De ahí nos trasladamos a Mérida, apenas a 30 km. Mérida es una ciudad grande, la más importante del estado de Yucatán. Sus calles también tienen ese aire desgastado que supongo comparte con otras ciudades del caribe.
Tiene, como todas las ciudades mexicanas, una plaza central (o zócalo), epicentro de su actividad. Nada más llegar nos compramos unos “troles”, también conocidos como “nieves” (granizados de fruta, tan helados que hay que tomarlos con cuchara).
No teníamos hambre para cenar, pero en cambio asistimos a un espectáculo folklórico que organizaban en la plaza central. A las 20:30 en punto cortaron el tráfico en una de las calles de la plaza y la gente corrió a por sillas plegables que había apiladas para coger sitio (nosotros también). Pudimos saber que el ayuntamiento de Mérida ofrece todos los días de la semana diferentes espectáculos en diversos lugares de la ciudad, para disfrute de locales y visitantes.
Una señora nos contó que esta fiesta se llama “la vaquería”, e incluía bailes típicos como la “jarana” o el baile “de las cintas”, así como ocasionales recitados de poemas, algunos humorísticos. Se respiraba alegría. El maestro de ceremonias era un viejecito delgaducho, vestido a la manera típica (pantalón y guayabera blancos, sombrero estilo panameño), que nos hizo reír con su palabrería enrevesada y su constante muletilla “¡Ballet folklórico titularrrrr del Ayuntamiento de Méridaaaaaa!”, que repitió no menos de cien veces.
Chichén Iztá está muy cerca de Mérida. Es el yacimiento mexicano de mayor fama internacional y una de las siete nuevas maravillas del mundo. Como todos los recintos arqueológicos de Yucatán, está masificado e tristemente afeado por incontables puestos de souvenirs. Cuando uno llega a las ruinas número 10 del viaje, no impresionan tanto como las primeras. Por todo esto, declaro que, contrariamente a lo que publiqué aquí hace tiempo, la Alhambra habría merecido más el reconocimiento de "maravilla del mundo" que Chichén Itzá.
Fin de viaje en la Riviera Maya, hotel de los de “todo incluido”. Margaritas desde las diez de la mañana al borde de la piscina. Suculentas comidas en las que puedes pedir botellas de vino, cócteles o lo que te apetezca en cada momento. Lamentablemente, nos quemamos tomando el sol y pasamos la mitad del tiempo recluidos en la habitación con una insolación.
Live Earth
Me tocó ejercer de comentarista en la retransmisión del Live Earth de Canal+. Hubo cosas que salieron bien, otras que pudieron salir mejor y otras que salieron mal, pero en general creo que la cosa fue mejor de lo que esperaba.
Hubo algunos elementos que actuaron en contra. Para empezar, me tocó abrir fuego (compartía micrófono con un locutor de M80). Supongo que los que llegaron después sabían ya cuándo debían hablar y cuándo cerrar el pico, pero yo tuve que descubrirlo sobre la marcha. Además, los conciertos que tuve que comentar no eran, precisamente, los más adecuados para el lucimiento: un montón de artistas desconocidos japoneses, chinos y australianos (Linkin Park, Rihanna, Crowded House, Jack Johnson, Wolfmother y Shakira fueron la excepción).
Al no tratarse de un concierto convencional, y dado que no era directo riguroso (había como una hora de retardo), la emisión era una sucesión milimétricamente editada de canciones en directo, separadores y cortometrajes con mensaje. No había, por tanto, mucha ocasión para meter baza. Eso, claro, lo descubrí cuando ya había pasado más de una hora de retransmisión. Hasta ese momento, y consciente de la necesidad de contar algo de esos "desconocidos japoneses, chicos y australianos", los comentarios sonaron desubicados y pisando mucha música.
Me di cuenta de que, salvo en los resúmenes que cada 20 minutos salpicaban la emisión, no había más que espacio para frases breves y geniales. Puesto que esto último no es precisamente mi especialidad, me incliné por frases breves y divertidas. Así, cuando el grupo de rock setentero Wolfmother hacía una pausa en su actuación en Sydney, solté "Señores, no estamos en 1972, sino en 2007 en el Live Earth, etc." También sugerí algo sobre el ceñido vestuario de Rihanna (no sé si alguien lo entendió) y alguna gracia más. No sé si los de Canal+ esperaban algo más solemne, supongo que no.
Lo peor fue cuando me metí en un jardín al mencionar la controversia que había en Australia por la tendencia sexual de la cantautora Missy Higgins. Estuve a punto de parafrasear al añorado Joaquín Luqui cuando dijo aquello de "es gay y como mínimo bisexual". El embrollo mereció la pena aunque sólo fuera por el posterior comentario de Julián Ruiz, cuando llegó para sustituirme: "¿Cómo sabías que es bollera? ¡Claro que es bollera, si yo le tiré los tejos y no me hizo no caso!". Es obvio: si una mujer no le hace caso a Julián Ruiz, tiene que ser bollera.
Extrañamente no me puse nervioso en ningún momento, ni me tembló la voz, aunque hice gala de mi lengua de trapo en varias ocasiones.
Me han dicho que van a enviarme un DVD de la retransmisión. No se molesten, no pienso pasar por el trance de escucharlo.
Missy Higgins, bollera y como mínimo bisexual. Glups.
Tarde en las rebajas
El pasado viernes por la tarde fuimos de rebajas. Era el fin de semana del orgullo gay, así que era como ir de compras en medio de una verbena.
Dejamos el coche en el aparcamiento de Augusto Figueroa. Al salir a la calle echamos a andar en dirección a la calle Piamonte, pero no vimos grandes cosas. Tuvimos que rehacer el camino hacia Fuencarral, que es como ir a tiro hecho. Atravesamos la plaza de Chueca, donde había un montón de gente en las terrazas y un guitarrista probando sonido sobre un escenario. Tocaba haciendo un ruido de mil demonios, como si fuese el guitarrista anónimo de Fangoria buscando sus cinco minutos de atención.
Al pasar de nuevo por Augusto Figueroa vimos otro escenario, y sobre éste, a una gorda que se desgañitaba con ‘Como yo te amo’, la canción de Rocío Jurado. También probaba sonido y no había mucha gente prestando atención. Llegamos a la esquina con Fuencarral y decidimos iniciar el recorrido hacia abajo por la acera de la izquierda, para luego subir por la otra acera. Entramos en Desigual, Divinas Palabras y en Hoss, donde Cristina encontró un vestido bonito pero la talla más pequeña le quedaba enorme. Entramos en Quiksilver para ver bañadores. Nada más salir nos encontramos con Pedro, el director de Rolling Stone, que iba con su chica. Hablamos sólo dos minutos pero estuvo muy agradable. Proseguimos la cuesta abajo y entramos en Friday’s Project, que es una tienda multimarca bastante desagradable.
Al llegar a Gran Vía propuse cruzar un momento a Bershka. Bershka, que ocupa el mítico local que hasta hace poco pertenecía a Madrid Rock, tiene fama de ser una especie de Zara para niñatas, de modo que, aunque tiene una planta de ropa de chico, no suele haber muchos. El caso es que tienen una camisetas súper bonitas, súper baratas, que además no sueles ver puestas por la calle. Me compré tres por 10 euros cada una, y Cristina se pilló bastantes más. Justo después de pagar nos dimos cuenta de que allí no habían empezado todavía las rebajas y si hubiéramos ido unos días más tarde nos habríamos ahorrado unos eurillos. Pero me dio igual porque las camisetas molan.
Doblamos de nuevo la esquina de Fuencarral, subiendo ahora por la otra acera. Cruzamos un momento a una tienda pequeñita de zapatillas que antes habíamos pasado por alto. Cristina se llevó unas sandalias muy chulas. El chico de la caja estaba desatado, y mientras cobraba le dio tiempo a contar un montón de cosas.
“De todos los dependientes, sólo uno es hetero, el argentino”, dijo sin venir a cuento. Añadió que si el Real Madrid había juntado a medio millón de personas, con un saldo de decenas de heridos y detenidos, el día del orgullo gay reuniría a dos millones y medio sin ningún tipo de incidente. Estaba eufórico.
Cruzamos de nuevo y entramos en Energie. Me pille una camisa y un polo. Eran talla XXL, lo cual indica que a) tengo que tomarme más en serio el gimnasio, o b) esto de las tallas es un cachondeo. Cuando salí del probador nos encontramos a nuestro querido amigo Emilio, que deja ‘El Buscador’ para presentar un magazine diario por las tardes también en Tele 5 que se llama ‘Está pasando’. Hablamos de quedar todos para cenar antes de irnos de vacaciones.
Había mucha cola para pagar. En la cola había algunos exponentes de una tribu de la que divisé muchos adeptos, que es la de los pijos-gay: polo Lacoste, bermudas y músculos.
Cuando salimos de Energie nos dimos cuenta de que estábamos agotados. Pasamos de largo por delante de Sisley y de G-Star y sólo entramos en una tienda más, la zapatería de Glam. Cristina quería comprar unos zapatos bajos de tela muy divertidos pero no quedaban números; lo mismo me pasó a mí con unas Asics blancas. A la salida tomamos la determinación de volver directos a por el coche, no sin antes comprar en una tienda de chinos dos latas de Aquarius porque estábamos sedientos (sobre todo yo).
Al coger de nuevo Augusto Figueroa ya habían empezado los conciertos. En el mismo sitio donde dos horas antes una gorda cantaba un tema de Rocío Jurado ahora estaba Nika, con un escueto vestido negro, cantando una canción de Los Romeos. Era un playback bastante lamentable, pero la calle estaba hasta arriba de gente. Pasamos al lado de Leyva, de Pereza, que se había parado a ver el concierto pero que enseguida reanudó su marcha. Caminamos a su altura un buen trecho, hasta que hizo amago de entrar en un portal dos manzanas más abajo. Unas chicas le retuvieron con la puerta ya abierta y ahí se quedó hablando con ellas.
Nosotros cogimos el coche y nos dio tiempo a comprar en el Carrefour de al lado de casa (cierran a las diez) un poco de un riquísimo jamón de bellota que nos zampamos para cenar con una botella de Raimat Abadía.
No a La Alhambra
No hay duda de que La Alhambra de Granada es un lugar de extraordinaria belleza. Su rica arquitectura, la luz de sus rincones, el color de sus jardines, el murmullo de sus fuentes y el aroma de sus flores le confieren una especie de hermosura mágica. La conozco bastante bien: la mitad de mi sangre es, como dicen allí, granaína. Pero no me parece bien esta extraña movilización (curioso: todos los españoles de acuerdo en algo) para hacer que sea considerada una de las nuevas maravillas del mundo.
Este levantamiento popular no es otra cosa que una solemne paletada. Es un gesto provinciano vergonzoso. Como somos españoles, vamos a votar a La Alhambra. Espantosamente ridículo. No sólo nos mueve el patriotismo: es que estamos convencidos de que es una de las maravillas del mundo; qué digo una, es La Maravilla. Y luego llamamos chauvinistas a los franceses. ¿El mejor monumento del mundo? La Alhambra, claro. ¿El mejor equipo del mundo? El Real Madrid, quién lo duda. ¿La mejor comida del mundo? Como en España no se come en ninguna parte, dónde va a parar...
A quienes piden el voto desde los medios de comunicación y a quienes votan yo les haría una pregunta: ¿conocen el significado de la palabra ecuanimidad?
Para votar, en cualquier tipo de sondeo, entiendo que es necesario conocer todas las opciones y elegir la que consideramos mejor. Otra muestra de provincianismo: como no hemos visto nada mejor... De las 21 candidatas yo sólo conozco siete (la Acrópolis de Atenas, la Alhambra, el Coliseo romano, la torre Eiffel de París, la Gran Muralla china, las pirámides de Giza en el Cairo y la estatua de la Libertad de NYC), y si quisiera votar ¡no podría! ¿Cómo votar por las pirámides egipcias si no he tenido ocasión de contemplar la aplastante belleza del templo de Ankgor, en Camboya? ¿Cómo dar mi voto a la muralla china sin haber examinado ¡¡¡el Taj Mahal!!?
Por favor, no voten por La Alhambra. No voten por nada. Viajen más. Y apliquen el concepto de la ecuanimidad (= imparcialidad de juicio) en sus vidas, que es muy bonito.
La mula
Si eres asiduo a conciertos de rock, Muletrain te impactarán. Si hace tiempo que no sales, directamente te provocarán una irrefrenable y excitante sensación mezcla de angustia, violencia y caos para la que más te vale estar preparado. Tras una fructífera gira europea (de la que esperamos ansiosos el documental) presentaron hace unos días en Madrid su nuevo single. Como de costumbre, el concierto fue un akelarre de decibelios, gargantas entumecidas, stage diving, focos golpeados y garrafón. Ivar, el impresionante guitarrista, se erige en líder de la banda con sus brutales guitarrazos, su mirada perdida y sus brazos en alto estilo Venom. Una gozada.
2'30"
Dos minutos y treinta segundos. Parece broma, pero, según me cuentan, ése es el tiempo concedido para cada entrevista por Justin Timberlake durante su visita a Madrid para promocionar Shrek 3.
Algunas dudas: ¿Cuántas preguntas se pueden hacer en dos minutos y medio? (Una, siempre y cuando entrevistador y entrevistado establezcan una especie de código lingüistico minimalista para no andarse por las ramas e ir al grano.) ¿Se le puede llamar a eso entrevista? ¿No es una ostensible falta de respeto a la profesión periodística? Y, sobre todo, ¿no tuvo que ser un espectáculo memorable ver pasar uno tras otro a los reporteros, sentándose y levantándose de la sillita caliente a un ritmo frenético? ¿No es tremendamente ridículo todo esto?
Justin Timberlake, nuevo récord: 24 entrevistas por hora.
Curiosa coincidencia
Ayer, echando un vistazo al disco-libro de Joaquín Sabina que se puso a la venta con El País el pasado fin de semana, descubrí una curiosa coincidencia. El texto, firmado por una colosal pluma del periodismo musical español (él es el periodismo musical), decía en su página 14, en referencia a la historia de las canciones 'Y nos dieron las 10' de Sabina y 'Ojos de gata' de Los Secretos:
"... En la letra de Sabina hay un final de fuegos artificiales..."
Sorpresa: lo del "final de fuegos artificiales" me sonaba, me resultaba familiar. De modo que abrí un ejemplar del libro Adiós tristeza, y en la página 212, repasando también la intrincada historia de las mismas canciones, encontré:
"... Su letra [la de Sabina] tiene un final de fuegos artificiales..."
Sin duda, una divertida coincidencia. O eso, o que a don sabelotodo la expresión le desagradó tantísimo que se le ha clavado en la memoria.
El himno de España
Desde hace unos días se habla de ponerle letra al himno de España. La percha, algo forzada, es que, según algunos, nuestros deportistas triunfadores se quedan impotentes al no poder mover los labios cuando la marcha real suena en honor a sus victorias.
Personalmente, este tema del himno me da bastante igual. No cuela: todo esto huele a una campaña de El Mundo encaminada a reforzar un nacionalismo mal entendido. Pero una cosa es cierta: el himno español es horroroso. Ni siquiera es un himno: cuando uno escucha el himno de cualquier otro país detecta una melodía que tiene un principio y un fin. El himno español, en cambio, se reduce a una serie de ocho compases que, eso sí, puede repetirse y extenderse a gusto de la organización del evento. La versión edit podría comprimirse en unos escasos 30 segundos, mientras que una extended version podría prolongarse cinco, diez o veinte minutos, incluso indefinidamente; basta con repetir una y otra vez la misma cantinela.
Asumiendo que nuestros deportistas (y los forofos) lo pasan realmente mal sin poder cantar nuestro himno, ¿qué letra ponerle? Sin duda, deberíamos alejarnos de las metáforas militares de los himnos del siglo XIX y enumerar lo que de verdad nos une a todos los españoles: la sangría, la paella, el Real Madrid, el sol y el jamón. Ahí sí que puedo ver a nuestros deportistas verdaderamente emocionados.
Y ¿quién debería acometer semejante tarea? No nos engañemos: todo esto es consecuencia de la moda de los himnos futboleros creados por mentes privilegiadas como Melendi, El Arrebato y Joaquín Sabina. Sí, Sabina podría hacer un buen himno, sin duda, pero habría que ver qué escriben otros grandes letristas como Alejandro Sanz, Fito o incluso el cantante de Marea (la palabra "estercolero" estaría incluida, seguro). Yo voto por la sensibilidad de un Manuel Alejandro, por ejemplo. Señores de la SGAE, denle una oportunidad.
Invito a los amigos y detractores de este blog que hagan constar sus sugerencias pulsando en "comentarios". Siempre nos quedará Manolo Escobar y 'Que viva España'.
Elecciones
Este domingo hay elecciones y, como llevo haciendo desde los 18 años, declinaré mi derecho al voto. No, nunca he votado.
Mi síndrome de abstinencia electoral responde a diferentes motivos, según cada etapa de mi vida. Es decir, siempre he encontrado buenos motivos para no votar y ninguno consistente para hacerlo. Supongo que la razón más poderosa es mi rechazo a todo lo que implique convertirme en parte de una manada, a hacer lo mismo que hacen todos los demás, a seguir instrucciones sin rechistar. (Un ejemplo: en Ikea, donde obligan a los clientes a seguir un recorrido desde que entran hasta que salen, yo opto por entrar por la salida y hacer el circuito a mi aire, aunque tenga que esquivar a las hordas de compradores que vienen de frente.) Ya sé que, supuestamente, ésta es la mejor manera de organizar un país, pero no puedo evitarlo. A lo mejor, si pudiera votar al día siguiente, yo solo, lo haría, aunque sólo fuera para fastidiar. Y dibujaría un monigote en la papeleta, para que fuera diferente.
Sin duda seguiré el día de la convocatoria con interés, comprobando una vez más como los informativos vuelven a desempolvar topicazos como "la jornada electoral está transcurriendo con absoluta normalidad" (no critico que trascurra con normalidad, ojo; sólo digo que esa misma frase puede articularse de un millón de formas diferentes pero todos recurren, por inercia, a la más manida, pa' pensar menos, vaya).
No sé cómo se vota. No sé cómo es un colegio electoral por dentro (¿se mantienen los pupitres?). Y por ahora, prefiero seguir ignorándolo. Respeto a quienes votan; sólo espero que ellos respeten a quienes preferimos quedarnos en los márgenes.
Mi candidato ideal
Mi lema
Desde hace algún tiempo he establecido como lema personal el estribillo de una maravillosa canción del colosal Rick Nelson. La canción se titula 'Garden party', y está escrita en su segunda etapa, la fase country-rock. Conviene recordar que Rick Nelson comenzó su carrera como teen idol (por entonces se hacía llamar Ricky), y que en su treintena encontró su propio lenguaje sonoro rebozándose del ambiente de los vaqueros-hippies californianos de principios de los setenta. La letra de este tema refleja su metamorfosis: habla de una fiesta a la que llega para tocar (hay quien dice que se trata de un concierto en el Madison Square Garden), y el público le abuchea cuando le ve vestido de terciopelo, con melena y haciendo temas de los Stones. Pero él no estaba allí para satisfacer al público.
El estribillo, que yo adopto oficialmente como lema, reza:
He aprendido bien la lección
no puedes complacer a todo el mundo
así que complácete a ti mismo
Grande.
(Rick murió en 1985, cuando el avión en el que viajaba se incendió y se estrelló. La leyenda sostiene que el fuego se originó a causa del festín de drogas que se estaban dando sus ocupantes. La última canción que tocó sobre un escenario fue una de Buddy Holly, quien también la palmó a bordo de un avión. Los hijos de Rick, gemelos, formaron un infame dúo de hair metal que tuvo mucho éxito a principios de los noventa.)
Rick Nelson, de niño prodigio del rock and roll a gigante del country-rock.
Hacienda no somos todos
No, Hacienda no somos todos. Algunos somos menos Hacienda que otros.
Hace unas semanas encontré en mi buzón un documento de la Agencia Tributaria donde aparecen desglosados mis ingresos y datos con información catastral y del préstamo hipotecario (se lo agradezco, señores, pero siempre me lo hacen mal: hay cosas que faltan y cosas que sobran). Busqué dentro del sobre el borrador de mi declaración, pero no estaba. En su lugar, otro documento me explicaba que no me habían hecho el borrador por haber obtenido ingresos a través de actividades económicas profesionales.
Como los lectores de este blog bien sabrán, es muy habitual dentro de la profesión periodística tener una nómina fija y, al mismo tiempo, expandir las miras profesionales colaborarando en revistas, escribiendo libros o haciendo guiones. Estas actividades extraordinarias (que representan una mínima parte de los ingresos anuales) son la razón de que el Ministerio de Hacienda piense que, quienes estamos en tal situación, no tenemos derecho a un borrador de nuestra declaración.
Bastante irritado por esta desventaja manifiesta, decido, como todos los años, pedir cita previa para que me hagan la declaración. Durante los últimos años he procedido de ese modo sin ningún problema. Pues bien, este año, cuando llamo al teléfono del ministerio, un robot me dice, tras procesar mis datos (incluido el importe de no sé qué casilla del año pasado... la cosa es ponerlo "fácil") que no pueden darme cita previa porque (adivinen) ¡he obtenido ingresos de actividades profesionales!
Tras insultar con todas mis fuerzas a la madre del robot, opto por buscar algún interlocutor humano. Consigo otro número de teléfono y doy con una señorita, con voz de hastiada, que me responde con la misma negativa. ¡Pero si otros años sí me han dado cita! "Ya, pues no sé, este año no..." Pero... ¡¿por qué?! "Espere, que pregunto (pausa) Que no se le puede dar cita". ¿Me está diciendo que no tengo derecho a que me den cita? "Lo siento, no podemos darle cita".
No saben darme una explicación. En mi opinión, al tratarse de una declaración más complicada de lo normal, con más motivo se debería brindar ayuda.
Tiene que haber otro modo, me digo. Quizá llamando directamente a mi ayuntamiento (lugar adonde te remiten posteriormente para realizarte físicamente la declaración). Mejor: leo que la Comunidad de Madrid ha destinado 100 puestos en toda la región a tal fin. ¿Qué creen que ocurre? Llamo al teléfono de la Comunidad (901 22 33 44, por si alguien se encuentra en el mismo trance), me atiende una señorita simpática y eficiente y en 30 segundos tengo cita para que un técnico me haga la declaración.
Gracias, Espe. Y al Ministerio, desde aquí, un enorme y sonoro corte de mangas.
Falsa moral
Juan escrituró su casa por diez millones menos de lo que realmente le había costado. Procura presentar su declaración de la renta con algún que otro "apaño", para que le salga a devolver. En carretera, roza los 150 km/h cuando la señalización marca 120. Ha conducido con alguna copa de más, a sabiendas de que eso ponía en riesgo su vida y la de otras personas. Cuando le llega una multa, identifica como conductor a su padre, ya jubilado y sin coche aunque aún en posesión de carnet. Aunque tiene prohibido fumar en el trabajo, algún que otro cigarrito se ha echado en el baño. Cuando le cobran de menos en un restaurante, se calla.
Él se considera un hombre honrado. Si acaso, achaca lo suyo a la típica picaresca española. Todo el mundo lo hace, se dice.
El otro día, Juan estaba viendo la televisión cuando dieron la noticia de que un personaje popular había sido detenido por un supuesto delito financiero.
"Maldita sinvergüenza", pensó, absolutamente indignado.
El iPod
Ha caído en mis manos un iPod. Tremendo impacto: un aparato en el que cabe incontable música, que puedes organizar como te plazca y escuchar donde te dé la gana. De repente, mi mente se revoluciona pensando en miles de posibles recopilaciones y planificando docenas de situaciones en las que me va a venir de maravilla la maquinita.
La maquinita, tecnológicamente hablando, es una maravilla. Aunque pesa un poco más de lo que imaginaba, el iPod es ultrafino. Para mi asombro, no funciona con pilas: lo enchufas al ordenador un rato, y listo. Eso invalida el concepto de pila tal como yo lo conocía. ¿Por qué demonios hay aparatos (teléfonos, cámaras, mandos a distancia) que funcionan con pilas, de tantos tamaños que inducen a la confusión, cuando se pueden recargar enchufándolos al ordenador? El iPod se recarga como por arte de magia. Y luego no tiene botón de encendido: lo rozas suavemente con el dedo y se enciende ¡solo!
Pero (siempre hay un pero) llegó el momento de usarlo. Y me vuelvo loco. De repente decido hacer una categoría de country-rock... y me tiro toda una mañana de sábado para grabar cinco canciones de cd al ordenador y del ordenador al iPod. Tedioso y desquiciante. Pienso en todas las categorías que me gustaría crear y, en un cálculo rápido, tardaré como 35 años. Además, de tanto abrir y cerrar la compuerta del cd del ordenador, se me va a terminar rompiendo. Sólo de pensar en el trasiego se me esfuman las ganas.
Un iPod incompleto es un iPod inútil. Para escuchar cuatro canciones no hacen falta tantas gaitas. Pero, imaginando que estuviera repleto de buena música, ¿cuándo escucharla? Exceptuando mi visita matinal al cuarto de baño (con perdón) no dispongo de un rato largo para disfrutar de una buena selección de música portátil. Si voy en el coche, pongo un cd o sintonizo la radio. Si estoy en casa, prefiero permanecer en éxtasis frente a mi colección de cds el tiempo que sea necesario hasta escoger uno que me haga pasar un rato placentero. ¿Entonces el iPod?
Al iPod le falla, además, el sistema de escucha. Siempre he odiado los auriculares de bolsillo con toda mi alma: en cuanto se te sale la almohadilla que viene de fábrica, estás perdido. Cuando intentas ajustar una nueva la das tanto de sí que tiene los días contados.
Probablemente soy demasiado carroza para asimilar todo esto (como certifica el empleo de la palabra carroza, en desuso desde los años ochenta). El iPod me parece un invento alucinante, pero por ahora no encuentro la manera de hacer uso de él.
Aptitudes
Hay quien está capacitado para diseñar y levantar edificios y quien, por mucho que se lo propusiera, nunca lo conseguiría. Hay quien está maravillosamente dotado para tocar el piano y hay quien carece de cualquier tipo de destreza artística pero, en cambio, posee una técnica prodigiosa para jugar al fútbol. Hay quien es negado para el deporte pero tiene unas manitas de oro para arreglarte una cañería.
Sin embargo, hay una actividad para la que, por lo que parece, todos estamos capacitados: conducir. No importa si eres habilidoso o torpe; rápido de reflejos o lento; responsable o loco; si eres un manojo de nervios o un témpano de hielo; joven o viejo. Aprobarás el examen a la primera o a la décima, pero te sacarás el carné de conducir. Con el tiempo, y dado este régimen restrictivo y punitivo en el que vivimos, a lo mejor lo pierdes, pero, por lo pronto, ahí tiene usted su carné.
¿Qué pasaría si todos estuviéramos legitimados para construir casas y nos pusiéramos manos a la obra? Que la mitad se caerían.
Pan, vino y postre, 12 euros
Una de las transformaciones más notables que ha provocado mi cambio laboral tiene que ver con los hábitos alimenticios. Antes, en la época de la tele (me gusta lo de "época" porque suena muy lejano), comía en un comedor tipo carcelario, bandeja en mano con primer plato, segundo, bebida y postre, todo a la vez. Solía optar por verdura y carne o pescado a la plancha. Ahora, en esta nueva etapa, he vuelto al "menú del día": grasienta opción mediante la cual, por un precio razonable, puedes meterte entre pecho y espalda enormes platos de la gastronomía española pletóricos de salsas, patatas y guarniciones variadas, todo ello respaldado por pingües raciones de vino y pan. Como resultado obvio, noto un ligero (por ahora) aumento de peso que ni siquiera el spinning está logrando eliminar.
Los bares/restaurantes de menú del día son todo un universo digno de estudio. Basándome en la escueta oferta de la zona, distinguiría entre dos tipos: el bar de albañiles, que se caracteriza por una atmósfera humeante que adquiere texturas sólidas, un adherente aroma a fritanga, una televisión en to' lo alto (por su situación y por su volumen) y una clientela que acude invariablemente ataviada con el mono de trabajo salpicado con manchas de pintura. Por otro lado, estaría el restaurante con pretensiones, donde puedes ir a cenar cualquier día del año si estás dispuesto a pagar 40 euros por barba, que a mediodía tiene la deferencia de preparar una selección de platos a un precio bastante asequible. Aquí la clientela cambia: abundan las corbatas horrorosas, los trajes de Emidio Tucci y los ejemplares manoseados y arrugados (probablemente no leídos) de El País y/o El Mundo.
Pero en el fondo no hay tanta diferencia. Ignoro cómo funciona la compraventa de alimentos en Mercamadrid, pero me causa extrañeza comprobar que, ciertos días, todos los restaurantes coinciden en sus menús con calamares a la romana. El vino de la casa, tan malo que hace que el célebre Don Opas parezca ganador de varias medallas europeas, suele ser el mismo en todos los sitios: en realidad se trata de un vino garrafón (también conocido como peleón), siempre bien refrigeradito (¿por qué?), que viaja incansable de botella en botella. El relleno: una práctica deleznable que cobra sentido cuando hablamos de vinos de mesa sólo digeribles con gaseosa (o por estómagos de hombres de pelo en pecho).
Otro aspecto destacable es el ritmo. Como en una estudiada coreografía, los camareros (orondos especímenes que, sin duda, sólo aparecen por el restaurante en esas horas de trasiego) revolotean por entre las mesas enfrascados en una frenética actividad. No tienen tiempo ni de respirar; lo mismo que el cliente. Te estás sentando cuando ya te vienen para tomarte nota. Increíblemente, acabas de pronunciar la última sílaba del segundo plato cuando te aparece otro camamero y te planta, sin contemplaciones, el primero sobre la mesa. Sudan, resoplan, tropiezan, se giran sobre sí mismos: son marionetas en manos del dueño del local, que exige distribuir las horas de comida (de 1 a 4, digamos) en cuatro turnos irreductibles. Eso se traduce en que ningún comensal puede estar sentado más de media hora, de ahí la extenuante actividad de los camareros.
En el fondo son sitios entrañables, lugares para enfrascarse en apasionadas tertulias o para observar, en silencio, lo que pasa a tu alrededor. Como diría alguien, para mirar la vida pasar.
Entrevistas
Siguiendo una extendida tradición, los asesores de El Artista indicaron al periodista, antes de empezar, que sólo podría preguntarle por Su Música y Su Disco.
El periodista les aseguró que seguiría sus indicaciones. De modo que cuando se sentó frente a El Artista, le planteó, impertérrito, las siguientes preguntas:
¿A qué se debe ese uso recurrente de la escala pentatónica? ¿Prefieres las rimas consonantes o asonantes? ¿Qué modelo de mesa de mezclas ha usado tu productor en este disco? ¿Qué distorsión se ha empleado en el solo de guitarra del corte tres? ¿Por qué ninguna canción acaba con un “fade out”? Y hablando del disco, ¿prefieres “digipack” o estuche de plástico?
(Esta historia es inventada. No obstante, está inspirada, en parte, en una vieja anécdota según la cual un antiguo compañero le hizo a un grupo una de esas preguntas. El grupo terminó protestando por la entrevista -¿una entrevista “demasiado” musical, tal vez?-, y acusando al periodista de estar borracho; cosa que, por otra parte, era cierta.)
Londres
He perdido la cuenta de las veces que he estado en Londres, deben de ser más de quince. Pero siempre he ido por trabajo. Aunque en todas las ocasiones procuré hacer escapaditas a mi aire (especialmente a los mercadillos, las zonas de tiendas, los monumentos más emblemáticos y, ejem, una vez tuve la ocurrencia de meterme en el museo de cera de Madame Toussaud), nunca había ido estrictamente de turista.
¿A dónde voy?
La semana pasada estuve cuatro días en Londres y, además de las obligadas visitas a Camden, Portobello y las tiendas del centro, visité sitios que no conocía. Por ejemplo, dimos un paseo alrededor de la Torre de Londres, merodeamos por la Abadía de Westminster y pasamos casi una mañana entera en la Tate Modern Gallery, el museo de arte moderno y contemporáneo instalado en un impresionante edificio (una antigua central eléctrica, creo) a orillas del Támesis. Nos limitamos a la colección permanente, abrumadora, aunque la visita merece la pena aunque sólo sea por ver el edificio por dentro, con una amplísima explanada inclinada a la que se accede nada más entrar y la posibilidad de descender de planta no sólo en ascensor sino deslizándote tumbado por unos tubos de aspecto futurista (que no probé debido a mi creciente claustrofobia).
El fastástico aspecto del interior del Tate Modern, con sus tubos/ascensores.
Mención especial para Harrods. Tampoco conocía el edificio central (en Kingsbridge) de la autoproclamada mayor cadena de grandes almacenes del mundo, y aunque la idea no me entusiasmaba acepté ir atendiendo al reclamo de una espectacular exposición de guitarras organizada en la segunda planta. Docenas de guitarras utilizadas por músicos míticos (de Bo Diddley a Jimi Hendrix pasando por George Harrison) y guitarras customizadas por artistas y diseñadores (y algún músico, como el ubicuo Bono).
Guitarra diseñada por Bono (U2), titulada "Pedro y el lobo".
Antes de quedarme boquiabierto con las guitarras, me quedé ojoplático con la sección de alimentación. Está distribuida en diferentes estancias decoradas con ostentoso lujo: una para carne y pescado, otra para embutidos, otra para frutas y verduras... Un inmenso delicatessen, donde los productos están delicadamente expuestos en mostradores que parecen diseñados por escaparatistas. Encuentras cortes de carne que no sabías que existían, tomates del tamaño de un melón y cerezas a 50 libras el kilo (75 euros, más o menos). Todo ello, junto a la sección de joyería: los chuletones al lado de los relojes de Cartier.
Harrods: joyas de Cartier y chuletones.
Por supuesto, aproveché el viaje para hacerme con un buen cargamento de discos, primero en la Virgin, luego en la HMV y por último en una tiendita muy lustrosa en Camden Town. Paso a enumerar.
Fairport Convention, "Liege & lief".
Karen Dalton, "It's so hard to tell..." (más folk de finales de los sesenta).
Joanna Newsom, "Ys" (folk, pero de ahora: no lo tenía y lo encontré a buen precio).
Ali Farka Touré y Toumani Diabaté, "In the heart of the moon" (no lo encontré en España; lo descubrí el pasado verano en un avión de Singapore Airlines, donde cada pasajero puede escoger DVDs y discos para escuchar durante el viaje).
David Crosby, "If I could only remember my name".
John Coltrane, "A love supreme" (en España sólo encontraba la carísima edición de lujo).
Damien Rice, "0" (no tenía su primer disco y allí estaba tirado).
Small Faces, "Definitive collection" (lo vi cuando iba a pagar, estaba baratísimo y lo pillé).
Portishead, "Dummy" (lo tenía pero me desapareció misteriosamente).
Y una recopilación de drum & bass de 3 libras (un sonido que me parece puramente londinense).
En el capítulo gastronómico, comimos bastante bien en un libanés al lado de Harrods y decentemente en un italiano del Soho y en un buffet mongol (como suena).
Comiendo en un libanés. Bonitas lámparas.
Aunque el descubrimiento fue un restaurante llamado Garlic & Shots (14 de Frith Road, en el Soho), que como su nombre indica está especializado en ajo y chupitos (que puedes elegir de una carta con 101 variedades, la mayoría de vodka). En realidad es un antro estrecho, oscuro y ruidoso, de dos plantas, con música de Mötley Crüe, Led Zeppelin y Mars Volta de fondo, por donde desfilan heavies, personajes indescriptibles y gente más o menos arreglada. Vimos a alguno que salía dando tumbos. La comida estaba buenísima (me pedí unas costillas al ajo, cómo no, y estaban tan tiernas que se deshacían), el vino está a un precio razonable (10 libras el tinto de la casa, francés; 15 euros) y los chupitos de vodka al final nos supieron a gloria. Aunque el servicio es bastante borde (cuando le recriminé al camarero que estaba tardando el segundo me soltó, "Esto no es un McDonald's"), el sitio es pa' verlo.
Pedazo de cena en el Garlic & Shots: costillas, gambas, exquisito pan de ajo y rock and roll.
Ectoplasmas de la radio libre
Iker Jiménez, analiza esto: los ectoplasmas radiofónicos de Vencido (a la derecha) y un servidor.
El domingo 4 el amigo Vencido me invitó a su programa de radio, que se llama igual que su blog: "Menosprecio de corte y alabanza de aldea". Lleva en antena, me contó, desde 1993, primero en Radio Vallekas y ahora en Radio Utopía. Eso es llevar la radio en las venas y lo demás son tonterías.
Su propuesta se basaba en dedicar su hora de emisión a repasar algunas de las canciones de "mi" vida. Consciente de la dificultad de comprimir en tan sólo una hora todas las canciones que podrían enmarcarse en semejante epígrafe, mi playlist fue el siguiente:
Radiohead, "Paranoid android".
Asfalto, "Días de escuela".
Electric Light Orchestra, "Shine a little love"
Kiss, "Hard luck woman".
The Zombies, "Hung up on a dream".
La Buena Vida, "Magnesia".
Gram Parsons, "Hickory wind".
Los Secretos, "Ahora que estoy peor".
J. S. Bach, "Cello suite nº1, BWV 1007".
Se quedaron sin pinchar, por falta de tiempo, Afghan Whigs, Rick Nelson y el francés Raphael. Pero la lista podría haber sido mucho más extensa: los Smiths, Bob Dylan, los Kinks, Rick Wakeman, los Bee Gees, Judas Priest, Townes Van Zandt, Steve Earle, Donovan... Una selección inconexa, sí; pero todas ellas canciones que han tenido sentido para mí en uno u otro momento por alguna razón.
Me gustó conocer Radio Utopía. Tienen unas instalaciones modestas pero acogedoras, en un piso bajo de San Sebastián de los Reyes. La gente que encontramos allí me pareció muy agradable.
Luego, Vencido y yo nos tomamos un vino en un bar llamado Road, de los de clientela fija (parecía que llevaran allí años) formada por jubilados, bebedores y jugadores de mus bebedores y en edad de jubilarse. Sé que Vencido siente debilidad por este tipo de lugares, honrados bares españoles. Incluso Vencido, que me invitó, tuvo la ocurrencia de pagar la cuenta (2 euros) con un billete de 50, y el camarero lo aceptó sin un mal gesto. No quedan muchos sitios así.
La experiencia fue una gozada, así que espero que podamos hacer una segunda parte en el futuro.